Reina con entrada libre

14. agosto 2024 | Por | Categoria: Gracia

Una vez más que hablamos de un tema fundamental de la vida cristiana como es la oración. Con oración rebosamos de la gracia de Dios, y sin oración seríamos unas almas medio muertas.
La oración nos introduce con la facilidad máxima en la presencia de Dios, y Dios, por la oración, nos llena de su favor y de su gracia.

Nos cuenta el libro de Ester cómo Asuero permanecía de tal manera en las estancias reales de su palacio que nadie podía acercarse a él, bajo pena de muerte, sin ser convocado expresamente. Ni la misma reina Ester se le podía acercar sin ser llamada o sin solicitar audiencia. Llevaban más de treinta días sin verse, porque el rey se había entretenido a gusto con sus muchas concubinas…
Sin  embargo, el asunto urgía. Era cuestión de vida o muerte para todo el pueblo judío, y Ester era judía. Como no había tiempo que perder, la joven esposa se decide a todo.
El rey estaba sentado en el trono del salón con toda majestad, y la valiente Ester se le presenta sin más.   
De momento, Asuero pone una cara de furia; pero se enternece, extiende el cetro en signo de benevolencia, y Ester consiguió todo lo que quería y se había propuesto alcanzar.

Aludiendo a este caso, dice Santa Teresa del Niño Jesús:
– ¿Queremos saber lo que es la oración? Es como una reina que tiene siempre entrada en el palacio del Rey, y consigue todo lo que quiere.
Siguiendo el pensamiento de Teresa, vemos las enormes diferencias entre un rey de aquellos tiempos de la Biblia y Dios, el Rey del Cielo, cuando se trata de acercarnos a él por la oración.
La audiencia con el rey estaba sujeta a su capricho. Eso de que ni la reina esposa pudiera hablar al monarca sin autorización previa nos resulta a nosotros la cosa más divertida… Y fue milagro de Dios que no llegó la pena de muerte para la atrevida Ester.

¿Es así Dios en sus audiencias con nosotros? No; el Rey del Cielo hace todo lo contrario: llama continuamente, nos urge a acudir a Él, y, si de algo se queja, es de que nos acercamos muy poco a verle, a conversar con Él y a pedirle favores.

No somos nosotros los que pedimos audiencia, sino que es Dios quien nos llama a gritos: ¡A ver! ¡A ver cuándo vienes para que podamos hablar!…

Aquel rey de la Biblia se escondía en su gran salón. ¿Va a hacer Dios lo mismo? ¿Se va a ocultar para que no lo encontremos y evitar así la molestia de nuestra conversación?… No, eso no lo hace Dios. Nosotros no lo vemos, pero sentimos su presencia. Dios dice por Isaías que es un Dios misterioso y oculto. Sin embargo, nos damos cuenta de su abrazo. Más que el cetro real, estamos besando su mano que nos estrecha contra su corazón.

El Dios oculto a la vista corporal, es un Dios plenamente abierto a los ojos de la fe. Las puertas de su palacio no están nunca cerradas, sino que las podemos franquear con libertad absoluta a todas horas del día o de la noche, sin que ningún guardia o centinela nos eche el alto.

Las disposiciones de ánimo de Dios difieren totalmente de las de aquel rey de Persia. ¿Enojado Dios? ¡Eso nunca! Dios no conoce más que un enojo: el que usa con el soberbio cuando, agotados todos los recursos de su amor, se ve en la precisión de condenarlo en un castigo que Dios es el primero en no querer… Pero, enojarse con nosotros, aunque pecadores, eso no entra nunca en Dios.

Cuando acudimos a Dios en la oración, nuestra garantía mayor es nuestra pobreza y humildad, el carecer de todo y el pedirlo todo como mendigos. Entonces Dios se enternece y nos llena de su favor.
Esto lo sabemos muy bien. Y el hablar con Dios y con Jesucristo, el Rey-Esposo de la Iglesia, es la ocupación primera del cristiano, que muestra su consagración bautismal con la oración, con ese hablar continuo con Dios, el cual vuelca sobre nosotros sus favores cuando nos acercamos a su trono para pedirle todo lo que se nos ocurra…

A la reina Ester le prometía Asuero darle hasta la mitad de su reino. Dios, como nos dice Jesús, nos da más, mucho más, como es darse Él mismo, pues nos da su Espíritu Santo a los que se lo piden.  
Le pedimos a Dios todo lo que necesitamos y queremos.  
Le pedimos a Dios que disfrutemos de salud y que no nos falte el trabajo…
Le pedimos a Dios que haya paz en la familia…
Le pedimos a Dios que salgan bien los exámenes nuestros o los de los hijos…
Le pedimos a Dios que nos libere de la tortura de la conciencia, si nos hemos portado mal…
Le pedimos a Dios que nos mantenga en su gracia…
Le pedimos a Dios que nos llene de su Espíritu Santo…
Le pedimos a Dios que nos dé la salvación definitiva y eterna…
A Dios le pedimos todo esto, y no se enoja. Se enojará de lo contrario: se molestará si no se lo pedimos.

Se nos ha dicho muchas veces que la oración es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios. En confirmación de esta verdad tenemos la palabra de Jesús en el Evangelio: Pedid y recibiréis; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. El que ora demuestra ante Dios que es pobre y por eso acude al rico. Esto es un acto de humildad que rinde a Dios a favor nuestro.
Y nos presentamos ante Dios sin pedir audiencia, que no la tenemos precisamente concedida, sino que la tenemos mandada.
¡Bendita oración, que así nos abre el corazón de Dios!…

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