14°. Domingo Ordinario (B)
5. julio 2024 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Charla DominicalJesús nos ha advertido muchas veces que debemos ser personas de fe, y que la fe es la llave que abre todos los tesoros de su Corazón. En el Evangelio de este Domingo nos va a decir lo mismo, pero de una manera del todo inesperada. Diríamos que lo va a hacer presentándonos un cuadro a contra luz.
Quiere llevar el mensaje de la salvación a un puesto muy querido —¡y tan querido, como es su pueblo de Nazaret!—, pero la incredulidad de sus paisanos va a cerrar todas las puertas a la generosidad de ese su Corazón, tan delicado y sensible.
Jesús llegó a Nazaret acompañado de sus discípulos. El carpintero de antes, el trabajador de los campos, el muchacho bueno y amigo de todos, viene ahora como una persona importante, pues su enseñanza, sus milagros, su fama por toda Palestina hacen de Él un personaje fuera de serie. Jesús, sin embargo, sigue tan humilde y sencillo como antes.
Al llegar el sábado se presenta en la sinagoga como lo había hecho siempre. Aunque ahora lo hace no para escuchar, sino para tomar la palabra y enseñar. Y lo hace tan bien, con tanta gracia y sabiduría, que todos se quedan pasmados.
Vienen entonces los comentarios obligados.
Para unos, este Jesús es algo extraordinario:
– ¿De dónde tanto conocimiento?… ¡Pero, cómo domina la Escritura!… Y esos milagros que dicen ha hecho en Cafarnaúm y en otras partes… Dios está seguramente con Él.
Otros, sin embargo, se escandalizan y siembran la cizaña entre el auditorio:
– Pero, ¿no es éste el carpintero, el hijo de María? ¿Y no están entre nosotros todos sus parientes? ¿Cómo le vamos a hacer caso?
Jesús se ve aquí como un signo de contradicción. Unos que sí, otros que no… Y con cara triste les asegura a sus paisanos:
– Un profeta no es despreciado sino en su patria, entre sus parientes y en su propia casa.
Así y todo, aún se dignó imponer la mano sobre algunos enfermos y curarlos, porque el corazón le traicionaba siempre. Pero también manifestó sus sentimientos íntimos:
– Me maravilla su incredulidad. Quisiera haberles ayudado más, pero no puedo ante su falta de fe…
Y no tuvo Jesús más remedio que asumir semejante fracaso y marcharse a predicar por los otros pueblos y aldeas.
Al leer este pasaje del Evangelio nos topamos con el problema de la incredulidad y del rechazo de Dios, que es un pecado tan frecuentemente denunciado en la Biblia.
Israel sintió siempre la tentación de volverse a los dioses de los paganos, dejando al Dios que los había sacado de Egipto.
Rompían la alianza y se prostituían ante cualquier altar levantado en las colinas a los ídolos de los extranjeros.
No escarmentaban con los castigos de Dios, castigos siempre amorosos para apartarlos de esos cultos idolátricos.
Ahora va a ser peor. Ahora rechazan a Dios que se les presenta en Jesucristo. A pesar de los milagros que hace, a pesar de su enseñanza tan bella, a pesar de todo, no creen en Jesús, se escandalizan de Él, y se lo echan bien lejos…
Todo esto, por sus apariencias humildes. Venían de decirse:
Que venga un Cristo fulgurante, y le haremos caso.
Que detenga el sol como Josué, y creeremos en Él.
Que eche bien lejos a los romanos, y lo aceptaremos.
Que someta las naciones de los gentiles a Israel, y entonces sabremos que es el Mesías, el que queremos y esperamos…
Esto pensaban y esto querían los dirigentes del pueblo.
Pero como Jesús no hacía nada de esto, y aseguraba que el Reino de Dios tan esperado era una cosa muy diferente, se vio rechazado como Mesías. Hasta que pudo decir Él mismo sobre la Jerusalén incrédula:
– ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que son enviados a ti! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajos las alas, y tú no has querido!…
Esta podría ser nuestra situación, como pueblos y como personas. Puede llegar a apostatar todo un pueblo como puede hacerlo una persona en particular. Pero Dios no quiera que nos suceda algo semejante.
Podremos tener nuestras debilidades, colectivas igual que personales; pero eso de rechazar a Jesucristo, eso ¡no! ¡jamás!…
La fe en Jesucristo y en su Iglesia no se ha de perder por nada.
A veces se presentarán pretendidos profetas y enemigos de la Iglesia con apariencias humildes y exigentes, cuando hablan de puntos de la Ley de Dios que el mundo rechaza.
Pero los elegidos de Dios permanecen fieles con la ayuda divina, seremos y dóciles al Magisterio de los Pastores puestos por Dios al frente de su Iglesia, los cuales vienen y enseñan como enviados del mismo Dios.
¡Señor Jesucristo!
Aunque hoy te ves rechazado por muchos, nosotros te acogemos como el Enviado de Dios y como el Salvador.
Nuestra respuesta será siempre la de Pedro: -Señor, ¿a quien iremos sino a ti? Tú solo tienes palabras de vida eterna…