La hermosura de la Iglesia

7. octubre 2021 | Por | Categoria: Iglesia

El salmista de la Biblia estaba aquel día entusiasmado, mientras cantaba en la boda del rey:
– ¡Miren cómo entra en el palacio la princesa, bellísima, con vestidos recamados de perlas y brocados de oro. La llevan ante el rey acompañada con un séquito de doncellas y amigas, sus damas de honor, que van entrando en el palacio real entre festejos y cantos bulliciosos!… (Salmo 44 14-16)
Este salmo precioso lo ha entendido siempre la Iglesia como mesiánico, referido a Jesucristo que se desposa con su Iglesia, la Reina que se ha escogido para la eternidad. ¡Y qué belleza de esposa, la Esposa de Jesucristo!…
Otra imagen de la Iglesia, Esposa del Rey mesiánico, la encontramos en otro libro encantador de la Biblia: -¿Quién es ésta que surge como el alba, bella como la luna, esplendorosa como el sol?  (Cantar 6,10)

Ya en el Nuevo Testamento, el apóstol San Pablo la contempla toda radiante de hermosura, cuando dice del mismo Jesucristo que se la escogió y se la preparó como una novia inmaculada, sin mancha ni arruga ni cosa parecida que puedan afear su linda faz (Efesios 5, 25-27)

Si esto es la Iglesia, vista con estas imágenes preciosas de la Biblia, vendría el preguntarse como una curiosidad: La Iglesia, ¿es bonita o es fea? ¿Es hermosa o es vulgar? ¿Es para dar envidia a cualquiera, o la hemos de mirar con indiferencia porque no merece otra cosa?…

Ya se ve desde el principio que la Iglesia, tal como la concibió la mente de Dios Padre, tal como se la escogió Jesucristo, tal como la va formando y perfilando hasta el último detalle el Espíritu Santo, tiene que ser de una belleza singular, única, y que sobrepasa en hermosura a todas las criaturas salidas de la mano de Dios el Creador.

Una señora no católica visitaba Roma y estaba entusiasmada con las obras de arte que contemplaban sus ojos. Le admiraba también la persona del Papa, en aquel entonces León XIII. Sentía dentro un gusanillo que le inquietaba, y le pregunta al mismo Papa en una audiencia al grupo: -¿Cree usted, Santidad, que debo convertirme? ¡La Iglesia Católica es bella!…  Aquel Papa inteligentísimo le contestó con mucha prudencia: -Eso es cosa suya. Mire a ver lo que le dicte la conciencia.

Muy acertado el Papa. La señora tenía que seguir pensando:
– ¿Y de dónde le viene esta hermosura a la Iglesia? No de sí misma, que está hecha de hombres y mujeres pecadores. Le tiene que venir de Dios, el cual es capaz de formarse con hombres y mujeres así —pecadores y pecadoras como yo— una Iglesia santa, con la misma santidad de Jesucristo, o de la Virgen su Madre, la primera elegida…

Si miramos los aspectos más llamativos de esta hermosura de la Iglesia, no le vienen de sus templos magníficos como el del Vaticano, las atrevidas catedrales góticas o la inimaginable Sagrada Familia de Gaudí. No. Esas cosas exteriores pueden ser superadas por otras obras de arte igualmente admirables.
La hermosura de la Iglesia es un sol que brilla en lo más íntimo de su ser, sol cuyos rayos salen con fuerza al exterior llenándolo todo de esplendor celestial.
Cada hijo e hija de la Iglesia es por la Gracia un mundo de maravillas. Cuando, rotos los velos de la carne mortal, se nos descubra lo que es el cristiano que vive la Gracia bautismal, no saldremos de nuestro asombro, porque veremos cómo todos ellos no son más que un reverbero la hermosura infinita de Dios.

Mencionábamos antes las obras de arte creadas por la Iglesia: la arquitectura, la pintura, la música, la poesía… Ciertamente, que las obras cumbres del arte las han producido hijos de la Iglesia, porque todas ellas no han sido sino producto de los espíritus más selectos de la Humanidad, inspirados en la belleza de la doctrina y de la santidad de la Iglesia.

Por contar un caso de la música solamente. Una señora de alta alcurnia, fanática de su religión, entra  en la Basílica de San Pedro en Roma sólo por disfrutar de la solemne función. Al salir, dice entusiasmada ante los que la pueden oír:
– ¡Qué belleza la música de vuestra iglesia! Melodías como éstas no se escuchan en ninguna otra parte. Lo oye una sencilla lugareña de la Campania, esa región tan fértil del sur de Roma hacia Nápoles, y le pregunta extrañada:
– Señora, ¿dice “de vuestra iglesia”? ¿Es que no es católica? La ilustre baronesa: -No, no soy católica. Y la campesina italiana, con la mayor naturalidad del mundo, le suelta una sola palabra: -Poverina!…, ¡pobrecita!
La rica y noble señora recibe con esta palabra un trallazo en la cara, un trallazo lleno de cariño y compasión, propinado no por un brazo vigoroso sino por unos labios inocentes…, de modo que se va repitiendo silenciosamente: ¡Pobrecita! ¡Pobrecita!… ¿Y por qué soy tan pobre?…
Al cabo de poco, era acogida en la Iglesia Católica, arrebatada por la hermosura de la Iglesia, y no precisamente por las melodías gregorianas y la polifonía vaticana… (Baronesa de Kinsky)

Juntando en un solo pensamiento a Jesucristo, la Iglesia y la Virgen María, San Agustín nos dice con su genialidad de siempre: -El Hijo de Santa María, el más hermoso de los hijos de los hombres, es el esposo de la Santa Iglesia, a la que hizo semejante a su propia Madre: porque nos dio a la Iglesia como madre, y la conservó para sí mismo como virgen… Así pues, en la Iglesia, como en María, vemos integridad perpetua y fecundidad incorrupta.

¿Es hermosa la Iglesia?
Esto sería lo mismo que preguntar: ¿Es hermoso Jesucristo, es hermosa la Virgen María?… Pues, si como Jesucristo no hay otro, si como María no hay otra, tampoco hay nadie que gane en belleza a la Iglesia nuestra Madre…

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