El ciudadano de dos mundos
7. septiembre 2012 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesHabía pasado la Segunda Guerra Mundial, y en las fronteras de la Alemania vencida eran detenidos millares de hombres que rondaban sin rumbo fijo, como los muchos trabajadores extranjeros llevados por los nazis a las fábricas de Alemania y que ahora pretendían regresar a sus propios países.
Las autoridades militares americanas detienen a un tipo un poco extraño, ya algo entrado en edad, a quien preguntan:
– ¿De dónde es usted?
Y el interrogado, con cierto aire misterioso:
– Soy un ciudadano de dos mundos.
– ¿Qué dice usted? ¿De dónde?
– Soy de este mundo, en un lugar que se llama Hungría, y soy ciudadano de otro mundo, al cual me querían mandar los nazis. Ustedes, ¿a cuál me dirigen?…
El jefe norteamericano del control se sonrió con humor y algo de malicia:
– ¿Así que usted es de la Tierra y es del Cielo? Pues, váyase de momento a su rincón de la Tierra, y ya le llegará el día de ir a ocupar su rincón del Cielo. Cuando llegue a aquel otro control, procure tener sus papeles en regla, ya que no los tiene en el control de aquí…
Podemos reírnos si nos vienen ganas. Pero entre el tipo húngaro misticoide y el jefe yanqui humorista, nos han trazado con este cuento lo que es en realidad el hombre, lo que somos cada uno de nosotros: somos unos ciudadanos del mundo que tenemos un destino muy distinto de la Tierra, para alcanzar el cual hay que tener siempre listos y en regla los papeles…
Somos del mundo y nos debemos al mundo.
Tenemos un destino eterno y lo tenemos que alcanzar, si no queremos ser al fin unos fracasados totales.
La vida presente nos impone deberes muy serios, cumpliendo los cuales merecemos un descanso, una vacación, una nueva vida que van a superar todas nuestras ilusiones.
No podremos decir que este enfoque de la vida no sea tema de mucha actualidad. El hombre puede cometer —y comete de hecho— muchos errores al enfocar su vida.
¿Sólo este mundo, olvidando el otro que ha de venir? Se encontrará con un chasco tremendo al ver que el actual pasa, y que el futuro ha de durar para siempre.
¿Vivir sólo soñando en el futuro, sin cuidarse del mundo presente? Se encontraría con otro chasco igual: el mundo presente, con los deberes que impone a cada uno, es el campo en el que hay que trabajar para ganarse el jornal de la salvación.
Cualquiera de los dos puntos que falle, es olvidar la doble ciudadanía que todos tenemos, y es no tener en regla el pasaporte para cuando lo hayamos de presentar en el control de una frontera que se debe pasar necesariamente, pero de la cual ya no se puede regresar.
Esta verdad la olvida muchas veces el hombre moderno. O por falta de fe —no cree en lo que Dios le ha revelado y le enseña— o porque se distrae y no discurre, atolondrado por tantas facilidades de diversión como le ofrece la vida.
Dios nos llama a la inmortalidad. Dios nos dio en el paraíso un cuerpo mortal, pero nos prestó la inmortalidad, condicionada a la fidelidad al mismo Dios. Pecó el hombre, y ahora nos toca morir… Pero Dios, por la Resurrección de su Hijo Jesucristo, nos devuelve la inmortalidad que perdimos en un día malhadado.
Resucitados, ya no moriremos más. Habremos entrado el mundo del cual somos ciudadanos con todo derecho, pues Jesucristo nos dio esa otra ciudadanía que nadie nos puede arrebatar, a no ser que nosotros la perdamos porque no nos interesa…
Cuando se olvida esta verdad de que somos ciudadanos de dos mundos, del presente y del futuro, vienen en la sociedad las injusticias y la opresión del hombre. Un Presidente de Estados Unidos lo declaró ante el Congreso abiertamente:
– Está en juego la verdadera naturaleza del hombre. O el hombre es la criatura descrita por el salmista como un poco inferior a los ángeles, coronado de gloria y de honor, con dominio sobre las obras de su Creador, o bien el hombre es una máquina sin alma para ser esclavizada, utilizada y consumida por el Estado para su propia glorificación.
El hombre no es esclavo de nadie, a no ser de Jesucristo, de quien se declara esclavo voluntario, como lo hacía Pablo.
Pero el hombre no es tampoco un parásito que no quiere trabajar por los demás. Quien se niega a hacer el bien al mundo, como es su deber, no es digno del mundo que Dios creó y nos dio para disfrutarlo.
La orientación buena y la norma segura nos la dan tres preguntas tan elementales como sabias:
¿De dónde vengo? De Dios.
¿Dónde estoy? En el mundo en que Dios me puso para trabajarlo.
¿A dónde voy? A ese Dios que me llama y me quiere consigo.
Esto se lo pregunta un sabio, y se queda satisfecho, porque conoce la filosofía más profunda, no desmentida por nadie, a no ser por un pobre incrédulo.
Se lo pregunta una persona de fe, y se siente más feliz que nadie, porque se ve pendiente de Dios, que no le falla nunca.
Nos lo preguntamos ahora nosotros, y le damos la razón al buen hombre que se vio libre: somos del mundo y lo gozamos según el querer de Dios; somos de otro mundo mejor que ha de venir, y no lo queremos perder por nada…