Tu y yo, juntos en uno solo
28. octubre 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: IglesiaSeguramente que todos ustedes han oído contar más de una vez lo que les pasó a Ramón y a Sussy cuando eran novios. Llega Ramón a casa de Sussy, a la que no había visto hacía ya una semana, y llama con ilusión en la puerta:
– ¡Sussy, abre!
Sussy, desde dentro: -¿Quién es?…
Y Ramón: -¿No me conoces, o qué? Soy yo…
Sussy no quiere abrir. Nueva llamada, con más fuerza: -¡Abre! …
Y ella: -Pero, diga, ¿quién es?
– ¡Soy, yo, Ramón!…
Cada vez más terca la novia, se empeña en no abrir hoy, mientras se dice para sus adentros: -¡Veremos a ver si aprende!
Igual que también se va diciendo Ramón: -¿Qué le habré hecho o qué se imaginará ella para que no me quiera abrir?…
Pero insiste por última vez, dispuesto a todo: -Sussy, ¡abre, por favor!
Y ella, más dura que nunca: -Pero, ¿quién es? Diga…
Ramón, que al fin ha discurrido un poco: -¡Soy TÚ, tú!…
Sussy abre la puerta, y aparece con la cara como un sol…
La lección salta a la vista. El amor hace de dos personas una sola. ¡Y qué más quisieran dos enamorados que perderse el uno en el corazón del otro hasta formar un corazón solo en una sola vida!…
Pues, bien; esto que no es más que un sueño imposible entre dos amantes, se da entre dos amadores únicos como son Jesucristo y su Iglesia.
Jesucristo ha hecho a la Iglesia de tal manera cuerpo suyo, que los dos no forman más que un solo Cristo, con una comunicación total de vidas. Jesucristo todo para su Iglesia. La Iglesia toda para Jesucristo.
Dios Padre comunica a su Hijo por generación toda la vida divina.
El Hijo de Dios asume nuestra naturaleza mortal en el seno de María, y en sea naturaleza como la nuestra vuelca el Hijo toda su vida de Dios.
Y Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, constituido Cabeza de todos los redimidos que forman su Iglesia, derrama sobre ellos su vida, igual que en el cuerpo humano baja la vida desde la cabeza a todos los miembros.
De esta manera, Cristo se identifica místicamente con su Iglesia. Y la Iglesia con todos sus miembros, que somos nosotros, no es más que una místicamente con Cristo.
¿Tenemos derecho a discurrir así? No; no tenemos solamente derecho a pensar de esta manera. Decir “derecho” es decir muy poca cosa. Tenemos verdadera “obligación” de pensar así, porque así nos lo ha revelado Dios.
Santa Juana de Arco, la joven Patrona de Francia, es acusada en el juicio por hereje y hechicera, y ella se defiende siempre con una gran mansedumbre, que contrasta con el odio de la acusación y del tribunal. Pero llega un momento en que la muchacha se pone muy seria, y ataja decidida la cuestión:
– ¡Basta de este asunto! Tomo por testigos a Nuestro Señor Jesucristo que me ha enviado, a Nuestra Señora la Virgen María y a todos los Santos del Paraíso. Creo firmemente que nuestro Señor y la Iglesia son completamente una misma cosa, y no se me han de poner en este punto más objeciones. ¿Por qué me han de venir con dificultades, cuando Cristo y su Iglesia son una misma cosa?…
Estas palabras las pronunciaba una criatura de sólo diecinueve años, que iba a ser condenada a morir quemada en la hoguera por haber sido la gran luchadora por la Iglesia en su Patria.
Y ella nos venía a decir lo que es ante Dios atacar a la Iglesia y también lo que es amar a la Iglesia.
Tocar la Iglesia es tocar a Jesucristo en persona. Atentar contra la Iglesia es atentar contra Jesucristo. Desgarrar la Iglesia es desgarrar, hasta despedazarlo, el Cuerpo de Cristo. Así como amar a la Iglesia es amar al mismo Jesucristo. Trabajar por la Iglesia, es trabajar por Jesucristo. Entregar la vida a la Iglesia, es entregarse enteramente a Jesucristo mismo.
De este pensamiento han nacido los grandes héroes que por la Iglesia han sacrificado sus vidas sin medirse en su generosidad.
Un San Juan Damasceno, hace ya muchos siglos, que grita con toda humildad pero también con la fiereza del león: -Conociendo mi propia indignidad, tendría que condenarme a un silencio total. Pero soy hijo de la Iglesia, mi madre; y cuando la Iglesia de Jesucristo es ultrajada, calumniada y perseguida delante de mí, a pesar mío se me escapa el amor de mi corazón, y la palabra sale encendida de mi boca. Defenderé a la Iglesia hasta morir.
En nuestros días, y en nuestra América, un obispo como san Ezequiel Moreno, apóstol por las tierras colombianas:
– ¿Me preguntan por qué me enciendo? Pues, ¿para qué soy obispo? Si veo que los lobos se quieren meter en la Iglesia para destrozar el rebaño, ¿no voy a gritar? ¿No voy a luchar? ¿No voy a morir como buen pastor?…
Son tan uno Jesucristo y su Iglesia, que, desde antiguo, los mayores Santos y Doctores han sido atrevidos en sus expresiones. Un San Ambrosio, que afirma: “Cristo tiene un cuerpo, que es la Iglesia”…, “y nosotros somos ese cuerpo y los miembros de Cristo”. San Agustín, es aún más decidido en el hablar: “Cristo y la Iglesia son una misma persona”.
Al fin y al cabo, estos Doctores no hacen más que repetir la palabra escueta y grandiosa de Pablo, que se gloría de trabajar, hasta matarse, “a favor del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia” (Colosenses 1,24)
Jesucristo y la Iglesia: dos amantes que no saben vivir el uno sin el otro. Jesucristo mima a su Iglesia, y la Iglesia no suspira sino por Jesucristo, al que llama de continuo: “¡Ven, Señor Jesús!” (Apoc. 22, 20). Y no puede ser de otra manera. Porque si hay dos que puedan decirse el uno al otro con verdad: “Yo soy tú”, esos dos enamorados son únicamente Jesucristo y su Iglesia querida…