Con las puertas abiertas

12. octubre 2012 | Por | Categoria: Reflexiones

Cuando el legendario Arzobispo de Varsovia Cardenal Wyszynski vio proclamado Papa a su amigo y compatriota polaco, el joven Cardenal de Cracovia Karol Woityla, con aquel abrazo emotivo cuya fotografía dio la vuelta al mundo, le confiaba también un encargo apremiante: ¡Mete a la Iglesia en el Tercer Milenio!

El Papa Juan Pablo II aceptaba estas palabras como una misión, y al tomar solemnemente posesión del pontificado, lanzó aquel eslogan que se ha repetido después tantas y tantas veces: ¡Abrid las puertas al Redentor! ¡Abrid las puertas a Jesucristo! No tengáis miedo, ¡abridle las puertas!
Proclama repetida sobre todo en la preparación inmediata al Gran Jubileo del Año 2000.

¿Qué significa para el mundo y para cada cristiano en particular tener abiertas las puertas a Jesucristo? ¿Creemos que es posible tener miedo a Jesucristo?

A nosotros, creyentes, no nos cuesta abrir las puertas al Redentor, porque lo conocemos y lo amamos con toda el alma. Pero no todo el mundo está acorde con nosotros, porque sabe el mundo que Jesucristo, a la vez que le trae la paz y la alegría de Belén, trae también las renuncias del Calvario. Pero si el mundo no opta por Cristo, permanecerá en la muerte; si se decide por Cristo, experimentará muy pronto que Cristo transforma todas las cosas conforme a la vida, a la alegría y a la gloria de su Resurrección.

Aquí está entonces nuestra misión de creyentes: hacer ver al mundo que Jesucristo no da miedo a nadie, al revés, que quita todo el miedo, venga el miedo de donde venga. El miedo a Jesucristo es la tentación más descarada a que nos somete el demonio maldito…

Quien experimenta el miedo es porque piensa que va a perder el bienestar y la felicidad que disfruta o porque le van a sobrevenir males que sospecha. Pero, ¿es éste el caso con Jesucristo? ¿Puede acaso Jesucristo acarrear algún mal o quitar algún bien? ¿Está la felicidad reñida con el seguimiento de Jesucristo?…

La felicidad en que soñamos es muchas veces un engaño, y todos sabemos que tiene más de apariencia que de realidad.
Nos puede pasar como a aquel joven de alta sociedad que fue a visitar a un su amigo, religioso de la Orden de San Francisco. Era invierno riguroso y, con el frío que hacía, iba muy bien forrado con vestidos elegantes y muy caros. El religioso, antes también muy rico, felicita al compañero:
– Pero, ¡qué bien que se te ve y qué dicha la que debes llevar dentro!
El visitante muestra preocupación, y suelta una sola palabra:
– ¿Dicha?…
Sin decir más, se quita el abrigo, enseña las mangas de su vestido ricamente bordadas —pues era un vestido típico, guardado para las grandes fiestas sociales de salón—, y recibe una felicitación más:
– ¡Vaya elegancia! ¡Y cómo vas a lucir hoy!…
Hablaba así, cuando el otro rasga el forro, aparecen los hilos y los puntos del bordado en total desconcierto, y confiesa al amigo, que no acababa de entender:
– ¿No me comprendes todavía? Mi vida es así. Por fuera, toda brillo y apariencias; por dentro, desconcierto y tortura. ¿A que tú me ganas en dicha?…
Se hace un silencio entre los dos amigos, y al fin confiesa también el religioso:
– Sí, yo soy feliz. Desde que dejé todo por Jesucristo, vivo plenamente lo del saludo de mi Padre San Francisco: Paz y bien. Siento en el alma una paz grande, mientras no me falta nada a pesar de las apariencias de mi hábito tan pobre.

Esta es la realidad de cada alma. Puertas abiertas a Cristo, allí entra la felicidad cumplida. Puertas cerradas, la felicidad que se queda fuera…

En el orden familiar pasa otro tanto. Hoy en los hogares no mora la dicha, la paz, la tranquilidad a que tienen derecho. Las costumbres sociales modernas han alterado profundamente la convivencia en la familia, de la que ha tenido que emigrar precisamente Jesucristo, porque no se contaba con él, al haber desaparecido la oración, la austeridad, la moderación y hasta la honestidad en cosas muy graves de la ley de Dios. Los resultados los tenemos a la vista, y todos sufrimos con esos hogares muy amigos en los que quisiéramos ver más alegría, más amor, más armonía…, más felicidad, en una palabra.

El Corazón del divino Jesús —cuya imagen no faltaba antes en ningún hogar que se preciaba de cristiano— tiene que apretar de nuevo junto a Sí los corazones de todos los miembros de la familia.
Cuando se le abren a Jesucristo las puertas de la casa, y en ella impera la ley del Señor, la felicidad es el patrimonio que allí se disfruta, patrimonio que después se lega como el mejor testamento de padres a hijos, y que comparten por igual todos los hermanos…
“¡Abrid las puertas a Jesucristo, el Redentor!”.  Empieza a quedar lejos el Año 2000, el cual ya no es más que un recuerdo. Pero en el mundo seguirá escuchándose, como una invitación apremiante, ese grito del Vicario de Jesucristo, santo y seña para el Tercer Milenio.

Nosotros tenemos abiertas las puertas de par en par al Redentor, y vamos invitando y diciendo a todos que no tengan miedo, porque ante Jesucristo no tiembla más que Satanás. Los que son de Cristo, al tener segura la victoria, no temen, sino que se dan cada día con más ardor al Redentor que tanto les amó.

Jesucristo, dueño del Milenio que nos ha tocado inaugurar, nos invita a amarle, a aceptar su mensaje de salvación, a hacer algo por Él. Nosotros contamos con Jesucristo. ¡Que Jesucristo pueda contar también cada día con nosotros!…

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