El Jesús de nuestra fe

25. noviembre 2024 | Por | Categoria: Jesucristo

Hay una canción navideña que es encantadora, a pesar de su sencillez, de su ingenuidad, de su inocencia, y que comienza con esta pregunta: Dime, Niño, ¿de quién eres, todo vestido de blanco? Y se responde la misma canción: Soy de la Virgen María y del Espíritu Santo.
Una canción que no la compuso seguramente ningún teólogo, sino que nació de la entraña del pueblo. Pero, ¡hay que ver lo que nos dice de Jesús! Nos revela toda la Cristología, toda la verdad sobre la Persona de Jesucristo. Nos dice que Jesucristo es hombre como nosotros: hombre perfecto, como nacido de mujer; y es Dios, porque uno que viene hecho hombre por obra del Espíritu Santo, sólo puede ser Dios: perfecto Dios, igual que es perfecto hombre.

Esta letrilla candorosa que se canta en Navidad nos da pie a nosotros para hablar de Jesucristo hombre y Jesucristo Dios, del Jesús de Nazaret y del Jesús resucitado, el Jesús de nuestra fe.

Si le preguntamos a Él mismo: Dinos, Jesús, ¿quién eres tú? ¿Cuál es tu cédula de identidad?, Jesús nos responderá dándonos datos precisos: Nacido en Belén, residente en Nazaret, hijo de María, carpintero de oficio. Y con estos datos humanos, nos damos cuenta perfecta de que Jesús es un hermano nuestro, que ha compartido en todo nuestra condición de hombres. Y, al ver la vida que ha llevado, vemos que ha vivido lo que proclamó un día en aquel discurso de la montaña: ¡Dichosos los pobres, dichosos los humildes y  benignos, dichosos los que sufren, dichosos los perseguidos!… Porque son como Él. Porque no quieren más que cumplir la voluntad de Dios, porque no suspiran más que por el Reino de los Cielos.

Así Jesucristo, hombre como nosotros y de condición humilde, nos muestra lo que es el Hombre Nuevo: inocente, trabajador, piadoso, dado a la oración, pendiente sólo de Dios… Es una imagen perfecta del hombre que quiso el Creador allá en el paraíso, antes de que lo estropease el demonio en el primer Adán.
Mirándonos en Jesucristo —el de Nazaret, el de los caminos de Galilea, el del Calvario— aprendemos a ser los hombres y mujeres que Dios quiere de nosotros.

Pero Jesús no fue un hombre que acabó en el sepulcro, pues toda su vida iba orientada hacia una vida nueva que se inauguró con su resurrección. Muerto en la cruz, y rescatados con su sangre, todos nos veíamos salvados y llamados a la vida y a la gloria de Dios.

Los primeros que reciben la Buena Nueva son los justos que habían muerto en la amistad de Dios y estaban en el limbo esperando su liberación. El alma de Jesús se presenta allí, y les proclama: ¡Sí, soy yo! ¡Vengo a sacaros de estas tinieblas para llevaros conmigo a mi propia gloria! Y, resucitado, se presenta con aquella multitud inmensa ante las puertas del Cielo, que son derribadas, y quedan patentes para todos los que después queramos entrar por ellas.
En la tierra, los Apóstoles ven resucitado al Maestro, y reciben de sus labios el encargo apremiante: Id por todo el universo y predicad el Evangelio a todas las gentes. Y sabed que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo (Mt.28,19)

Ha comenzado con la Resurrección de Jesús la etapa final de la Historia. Durará siglos y milenios, pero la suerte del mundo está echada. Todo se renueva con la vida de Jesucristo: en el mundo ha de reinar la paz de Cristo, la justicia, la inocencia, la piedad, el amor. Hasta que el mismo Señor venga a poner el punto final a todo. Sus enemigos, habrán quedado derrotados para siempre. Y para siempre también triunfarán los elegidos en el reino de su Padre celestial.

Esto es lo que sabemos de Jesús. Un hombre de la historia, como nosotros. Un Dios hecho hombre para salvarnos. Un Hombre-Dios que nos ha redimido, que con su Espíritu renueva el mundo, y que nos lleva consigo hasta meternos en la gloria del Padre.

¿Qué le pasaba a la Humanidad? Tomamos como comparación la historia casi increíble de un niño pequeñito con un misionero.
Principios del siglo veinte. Se le presenta al Padre un niño que aún no ha cumplido los cinco años. No hace más que llorar. -¿Qué te pasa? ¿Cómo has venido? -Yo solo. -¿Desde dónde vienes? -Desde tres horas de camino. -¿Tres horas? ¿Y qué quieres? -Quiero al Misionero. -¿Y para qué lo quieres? -Para ir al Cielo. El Padre no entiende nada, y tiene que investigar. Al fin se le aclaró todo.

Aquel niño había oído a sus compañeros en la misión que había un Cielo lleno de dicha y que sólo Jesús, predicado por el Misionero, podía llevarnos allí. El niño no puede con su enorme deseo de ir al Cielo y emprende aquella aventura inimaginable. Al fin, daba con el único que le podía llevar al Cielo tan soñado: ¡Jesús, sólo Jesús!… (Padre Rodolfo Pieper, +1909)
Es la historia de un niño, y es la historia de todo el mundo.

¿Nos damos cuenta de lo que es el objeto de nuestra fe? No son verdades propuestas por un filósofo, ni normas de moral que nos prescribe un reformador. No son reglas de culto que nos presenta un adorador… No es nada de todo eso.
Nuestra fe tiene por objeto la Persona de nuestro Señor Jesucristo, un Hombre tangible como nosotros, y un Dios que está encumbrado por encima de los cielos. Un Hombre y un Dios que vive por la fe y la gracia en nuestros corazones. Que se hace presente en nuestras asambleas cuando se reúnen en su nombre. Que es alimento de nuestra vida eterna cuando convierte el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, para venir a nosotros en toda la realidad de su Persona.

El Jesús de Nazaret, el de la Virgen María y del Espíritu Santo… El Jesús del sepulcro vacío… El Jesús que sigue vivo entre nosotros… ¿Queremos una fe más gloriosa que nuestra fe cristiana?…

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