La Gracia, secreto de felicidad

18. diciembre 2024 | Por | Categoria: Gracia

¿A qué se reduce esa realidad cristiana que llamamos La Gracia? Unas palabras del Evangelio de Juan nos lo dicen de manera precisa, bella, conmovedora. Jesús no atina a despedirse de los suyos en aquel discurso después de la Ultima Cena, y les asegura: Si alguno me ama, verá cómo el Padre y yo vendremos a él y haremos en él nuestra morada (Juan 14,23). Como si dijera Jesús:
– Me voy, porque el mundo no me quiere. Por eso me van a matar. Pero yo y mi Padre podemos más que el mundo. Nos meteremos en el corazón de todos los que nos amen, y no habrá rincón del mundo en que no estemos presentes.   

Las palabras de Jesús las corrobora el apóstol San Pablo cuando comenta: El Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones (Romanos 5,5). De modo que puede preguntar a cada uno de nosotros: ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros? (1Corintios 3,16). Y que esto es pura gracia, puro regalo de Dios, lo manifestaron los Apóstoles desde el principio.
Pedro, el mismo día de Pentecostés, gritaba a la multitud: Arrepentíos y bautizaos, y así recibiréis el don del Espíritu Santo. Y encarándose a los jefes de los judíos, les asegura con imperio: De todo esto somos testigos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da como regalo a los le obedecen (Hechos 2,38 y 5,32)

Es decir: ese vivir Dios dentro de nosotros —el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo— es un don, un puro regalo, una gracia que no hemos merecido, pero que Dios nos da con todo su infinito amor cuando le aceptamos con fe firme y le obedecemos con humilde corazón.

Ese regalo de Dios es la nueva creación, realizada en nosotros por el Bautismo, muy superior a aquella creación primera que nos narra la Biblia. La Gracia nos hace muy superiores a los cielos cuajados de estrellas; más bellos que la Tierra, poblada de animales y embellecida soberanamente por la mano de Dios; más poderosos que el infierno, porque el enemigo no puede nada contra los que hemos recibido aquella vida divina que Satanás y sus ángeles perdieron miserablemente al rebelarse contra Dios.

Los Santos que han experimentado algo de lo que es la Gracia no saben cómo narrarnos sus maravillas. Se lo podríamos preguntar, por ejemplo, al encantador ancianito San Alonso Rodríguez. Había llevado una vida feliz en su matrimonio, y al enviudar entró en la Compañía de Jesús, donde pasó el resto de su vida como Hermano Coadjutor, desempeñando el cargo de portero. Una vez estaba más ensimismado que nunca, porque había visto y gustado muchas cosas de Dios.
– ¿Qué nos cuenta, Hermano Alonso? ¿Qué le pasa estos días?
– ¡Oh, nada! Pero es algo que no puedo explicar. Llevo así ocho días. Dios se me ha comunicado y me ha llenado de tal modo de su gracia, que ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Les parece a ustedes que todas las cosas que hago las hago yo, pero no es así. Es Dios quien las hace en mí y por medio mío. Y esto que Dios está haciendo estos días en mí, lo hace con todos los que se arrepienten de haberle ofendido y se empeñan después en servirle con todo el corazón.
Para San Alonso Rodríguez, que penetró tanto en los misterios de Dios, la cosa estaba clara: La Gracia en su máxima expresión es un regalo, un regalo que Dios hace lo mismo a un pecador arrepentido como a  una persona tan inocente que parece caída del cielo… El caso es vivir con ilusión esa Gracia que Dios nos comunicó en el Bautismo, no perderla nunca e ir creciendo en ella sin rendirse en el camino de la vida cristiana.

El mundo de hoy necesita vivir esta ilusión de la Gracia. Los que se apartan de ella viven anegados en la duda y siempre insatisfechos en sus ansias más íntimas. Sin embargo, Dios los llama. Secretamente, no los deja vivir en paz, hasta que se lleguen a dar cuenta de que les falta Dios. Un poeta muy admirado lo expresó con versos preciosos:
– En el mar de la duda en que bogo —―ni aun sé lo que creo; —― sin embargo, estas ansias me dicen — que yo llevo algo divino aquí dentro (Gustavo Becquer)

Sí; el poeta, a pesar de su alejamiento de Dios, sentía a Dios que le invitaba a ser feliz con su Gracia. Pues venía a decirle: Nada, nada te va a llenar en la vida. Yo y mi Gracia somos tu destino. No luches contra mí, pues no vas a poder. Ríndete a mi amor que te busca, y te aseguro que vas a ser feliz de veras.

Cuando nos empeñamos en hacer algo por los demás, está bien que les enseñemos a triunfar en la vida.
Les decimos que luchen —pacíficamente, pero con denuedo— por la justicia y la paz.
Les ayudamos a vencer la pobreza que les oprime y a llevar una vida digna del hombre.
Nos ponemos a su disposición para que no se sientan solos y sepan que somos hermanos suyos.

Cuando hacemos todo esto estamos haciendo una gran cosa. Pero lo máximo que podemos hacer es ayudar a todos a conocer la Gracia de Dios; ayudarles a ponerse en Gracia de Dios; hacerles apreciar la Gracia de Dios, de modo que no se la jueguen tontamente por un capricho. Sólo así lograremos que esos hermanos nuestros consigan la felicidad en que sueñan y que tanto necesitan.

Porque somos todos felices cuando podemos decir a Dios como aquel santo Obispo y Cardenal (Vives y Tutó), que oraba así:
– ¡Oh amable y dulce Padre mío! Dame tu Espíritu para que mi vida sea totalmente católica en sus pensamientos, palabras, obras y aspiraciones. Haz que en todas las acciones de mi vida busque únicamente a mi Sumo Bien, a Jesús mi amor, a María mi esperanza, a la Santa Fe mi consuelo, para poder repetir con verdad: ¡Dios mío y mi todo!

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