¿Se acabará el racismo?…

16. noviembre 2012 | Por | Categoria: Reflexiones

Un día no muy lejano aún —muchos lo podemos recordar con facilidad— todos los periódicos publicaban una noticia que causó indignación en todo el mundo, porque la noticia tuvo alcance universal.
En una ciudad del Norte de Inglaterra se había hecho el trasplante de un órgano a un enfermo, pero que contenía esta cláusula odiosa de parte del donante o de sus familiares: – Este órgano no puede darse sino a una persona de raza blanca.

La reacción ante semejante noticia fue fulminante. Se operó un rechazo total de parte de toda la sociedad. Y esto, gracias a Dios, nos honra a los que nos indignamos, que fuimos todos…, empezando por las autoridades de Inglaterra.
El Ministro de Salud abrió inmediatamente una encuesta para aclarar todo lo ocurrido: Quien lo ha hecho se ha equivocado, y la va a pagar.
En el Hospital se produjo una atmósfera irrespirable. Indignados los médicos, declararon por su portavoz: No estamos dispuestos en modo alguno a aceptar condiciones semejantes. Nuestra única norma será siempre el salvar una vida humana.
Un asambleísta abrió la discusión legal en el Parlamento con esta declaración: El sistema sanitario británico establece que toda vida tiene el mismo valor, sea blanca, negra o amarilla. Este es uno de los pilares que sostienen nuestra sociedad, la cual ahora ha sido traicionada. Los responsables deben ser descubiertos y echados fuera (En Shefield. Todos los periódicos del 9 Julio 1999)

Todas estas reacciones honran a esas autoridades y nos glorifican a todos. ¡Así debe ser!
Nosotros reflexionamos ahora sobre este hecho doloroso y lamentable, precisamente para formarnos conciencia de la dignidad de la persona, sea la que sea, y de la indignidad del odio que todavía anida en muchos corazones por causas tan sin sentido como la diferencia de raza.
Como hombres y como cristianos no podemos aceptar ese odio que lleva a casos tan lamentables como el que reseñamos.

¿A qué obedece el racismo? No se puede pensar más que en dos cosas: primera, en la soberbia; segunda, en la falta de fe. Una, estrictamente natural; la otra, toca a la revelación de Dios.
Ninguna raza puede gloriarse de tener una naturaleza diferente de las demás. Porque las diferencias de una y otra son puramente accidentales, que ni van ni vienen, como el color de la piel, la mayor o menor estatura y cosas parecidas.

Entre una raza y otra puede haber mayor o menor desarrollo humano debido a situaciones económicas, sociales y culturales, condicionadas por la tierra, el clima, la alimentación y tantas causas más, externas todas a la naturaleza del hombre.
Entonces, en vez de odiar, es más humano y más sabio el formar, el educar, el levantar el nivel económico y social de quienes lo necesitan.
De este modo, nivelados todos un día en nuestras legítimas aspiraciones humanas, no habrá lugar a diferencias enojosas.
Por otra parte, ese odio racista de algunos se vuelve contra ellos mismos, causándoles un verdadero empobrecimiento. Cada raza tiene sus valores propios, y cuando nos tratamos y convivimos viene un enriquecimiento mutuo muy provechoso.

Cierta familia de buena posición social tenía una empleada doméstica con un color que no a todos podía agradar, pero en aquel hogar fue un tesoro. A una de las hijas, elegante y distinguida, le ofrecen los papás un regalo para la boda: ¿Cuál quieres?… Y la hija: Papás, ¿me queréis dar el mejor de todos? ¿Por qué no me dais la nana?… Y la nana que le había cuidado desde pequeñita fue el regalazo que se llevó a su nueva casa aquella chica buena, de mucho corazón y también, ¿por qué no?, de mucho juicio… Le resultó un regalo formidable.

Si pasamos de razones humanas a las razones de fe, el racismo se nos convierte en algo inconcebible.
Dios nos ha creado a todos a su imagen y semejanza, y es Padre de todos por igual.
Jesucristo nos redimió a todos y por la salvación de todos derramó su sangre.
Todos, de cualquier raza y color, estamos llamados y destinados a la misma felicidad en Dios.
Por la creación, por la redención, por el destino final, todos tenemos la misma suerte, sin distinción alguna, sin superioridad ni inferioridad de alguien sobre otro.

     A todos nos obliga el mismo mandamiento del amor, que contiene en sí la mayor promesa y encierra la peor de las amenazas, según el apóstol San Juan: Quien ama, permanece en Dios, y Dios permanece en él… Quien no ama, permanece en la muerte. Todo el que odia a su hermano es un homicida, y sabéis que ningún homicida tiene la vida eterna (1Juan 3,14-16)
     El cristiano abraza el mandamiento del amor en toda su integridad y no excluye a nadie, porque en su corazón cabe todos los hombres, como cupieron en el Corazón de Jesucristo.

En una convención muy cristiana y muy católica dentro del Africa se reunieron sin distinción los de una raza y otra en una camaradería envidiable. Y comentaba el reportero: ¡Vieran qué café con leche tan rico el que allí se saboreaba!… (Cursillo de Cristiandad, dirigido por P. Casaldáliga).
De haberlo gustado los donantes de aquel órgano que enojó a todo el mundo, a lo mejor se hubieran ahorrado ellos —y nos hubieran ahorrado a todos— un disgusto muy pesado…
¡Con lo delicioso que resulta compartir un buen café con leche entre amigos que se quieren, y más, si Jesucristo se mete en medio del corrillo!…

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