Culpa del hombre y Gracia de Dios
25. diciembre 2024 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: GraciaEl apóstol San Pablo tiene una afirmación desconcertante, cuando nos dice: Dios encerró a todos en el pecado, a fin de compadecerse de todos Y nos dirá después: Donde abundó el delito, sobreabundó la gracia (Romanos 11,32 y 5,20)
Tomando estas dos afirmaciones en su justo valor, viene a decirnos el Apóstol: Los hombres hemos sido malos de veras, y lo hemos sido todos. Pero Dios ha sido tan bueno, tan bueno, que, a cuanto más pecado nuestro, ha venido más bondad y más gracia de Dios. Por eso, la eternidad va a ser corta para bendecir la gloria de la misericordia de Dios, y haremos una realidad lo del salmo famoso: Cantaré eternamente las misericordias de Dios.
Pero, empezamos por preguntar: ¿De veras que el pecado ha dominado a todos los hombres sin excepción?
Nos lo va a responder un ejemplo hermoso de los emperadores de Austria en los pasados siglos. Cuando moría el rey-emperador y se le llevaba a enterrar en la cripta de los Capuchinos, el maestro de ceremonias tocaba la puerta con una barra de hierro, y preguntaba una voz desde dentro:
– ¿Quién es?
Respondían desde fuera:
– Su Majestad apostólica el Emperador.
Los de dentro no hacían ningún caso, y respondía indiferente la voz anterior:
– ¡No le conozco!
De nuevo otra llamada, y la misma pregunta: ¿Quién es?
– El monarca de Austria-Hungría.
– ¡No le conozco!
A la tercera pregunta, respondían impacientes los de fuera:
– Es el padre de nuestro país, el que protegía la justicia y premiaba la virtud.
– ¡No le conozco tampoco!
A la cuarta pregunta, respondían finalmente los de fuera:
– Es tu hermano, un hombre pecador.
Ahora, sí. Ahora respondían desde dentro:
– ¡Este puede entrar!
De este modo tan ceremonioso, reconocían en aquella corte católica que respecto de la Gracia de Dios no hay privilegios, como si unos la merecieran y otros no. Porque, al ser todos pecadores, empezando por el rey-emperador, todos estamos necesitados de la misericordia de Dios, que abre las puertas de su Cielo gratuitamente para todos. Por privilegio especialísimo, la única en quien Dios no ha encontrado pecado alguno ha sido en su Madre, a la que hizo Inmaculada desde el primer instante de su Concepción, redimiéndola de modo totalmente singular en virtud de la Sangre de Cristo.
Hoy se está revalorizando mucho en la Iglesia esta doctrina del dominio del pecado y de la Gracia de Dios. Porque se ha convertido en una necesidad imperiosa contra dos tendencias a cual peor en el mundo moderno.
Por una parte, muchos están padeciendo de un optimismo fuera de todo control. Para ellos, no hay nada malo en el hombre: todo es bello, todo es divino, todo está bien. Se lleva este optimismo a la educación y formación, y, como no se ve nada malo, todo se permite.
Se ha olvidado que llevamos dentro la herida profunda del pecado original, con lo cual la naturaleza nuestra está inclinada al mal desde que hacemos nuestra entrada en el mundo.
Ha venido después el pecado personal de cada uno, que ha empeorado mucho más la cosa.
Este optimismo que hoy está bastante de moda tiene consecuencias muy malas en la vida cristiana, pues elimina toda lucha, y sin lucha es imposible resistir los ataques del mal.
Por otra parte, muchos caen en el extremo opuesto, en un pesimismo fatal. Creen que todo está perdido, que no hay nada que hacer, que el pecado es inevitable, que la salvación resulta un problema insoluble o muy enigmático. Para éstos, no cuenta nada la redención obrada por Jesucristo, la Gracia que nos ha merecido y la fuerza del Espíritu.
Como vemos, uno y otro extremo resultan muy perniciosos. En la vida cristiana, y ante las realidades que nos muestra la Palabra de Dios, necesitamos por partes iguales una gran prudencia y un optimismo triunfal.
La norma nos la da magistralmente, como siempre, el apóstol San Pablo. Cuando ve la lucha que ha de sostener contra el mal que lleva encarnado dentro, gime con dolor: ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de pecado, arrojado a la muerte?
Pero después de este grito desgarrador, lanza un ¡hurra! de triunfo: ¡Gracias a Dios, por Jesucristo Señor nuestro! (Romanos 7,24-25)
Esta es la verdad que nos guía en las realidades de la vida.
El pecado nos ha dominado a todos. La raíz del pecado la llevamos dentro. Satanás sigue azuzando las pasiones que nos desordenó en el paraíso. Y esto nos pide prudencia y valentía. Hay que estar al tanto y hay que ganarse la medalla de oro con lucha.
Pero también es cierto que Jesucristo nos ha dado la victoria. ¡Hemos sido redimidos! ¡Hemos sido salvados! Con la Gracia tenemos segura esa Gloria a la cual nos ha precedido el mismo Jesucristo.
Decimos con mucha verdad, todos, todos: ¡Soy un pecador! ¡Soy una pecadora! Pero decimos con la misma verdad: Jesucristo ha triunfado en mí. ¿Por qué tengo que temer?…