Portadores de Dios

15. enero 2020 | Por | Categoria: Dios

La vida del cristiano y del apóstol se resume en dos palabras: llevar dentro a Dios y comunicarlo a los demás.
San Ignacio, Obispo de Antioquía y Mártir, fue discípulo de los Apóstoles, y al final de su vida se llamaba a sí mismo: Teóforo, Ignacio, el portador de Dios:
el que lo lleva dentro…
el que lo muestra a todos como una custodia…
el que lo da porque lo tiene…
Este solo nombre es todo un programa de vida cristiana: Portador de Dios, mostrador de Dios, dador de Dios…

Decimos ante todo que el cristiano es un Portador de Dios. No hay cristiano entre nosotros que no pueda y que no deba llamarse de la misma manera. Porque el Dios del universo se nos dio de tal modo en el Bautismo que es como el sol que llena de esplendores el cielo de nuestra alma, de calor nuestro corazón, de vida todo nuestro ser. El cristiano está de tal modo metido en Dios, que Dios y el cristiano se confunden en una sola cosa.
Se ha dicho muy bien que el día de nuestra muerte tendremos una sorpresa indescriptible: quedaremos anonadados al ver que esa maravilla de la Gloria la llevábamos toda entera dentro de nosotros sin darnos cuenta. La veremos y la gozaremos, pero no tendremos nada más de lo que ya tenemos ahora. Santa Teresa del Niño Jesús lo decía muy bien:
– No veo con claridad qué es lo que poseeré después de mi muerte que no posea ya ahora. Veré a Dios, es verdad; pero, en cuanto a estar con Él, lo estoy ya enteramente en la tierra.

Pero, si llevamos dentro a Dios como un sol, ese sol ha de brillar, ha de iluminar todo a nuestro alrededor, ha de manifestarse a los demás. Lo cual exige, ciertamente, que cada uno de nosotros sea un Mostrador de Dios.
Esto parece pura poesía, pero es la gran realidad cristiana.
Jesucristo nos lo decía con la imagen de la luz:
– Brille así vuestra luz ante los hombres, de modo que, al verlos, todos glorifiquen a Dios (Mateo 5,14)
Igual que lo repetía Pablo:
– Son las antorchas que llenan de luz el mundo (Filipenses 2,15)

Un joven universitario, humilde y a la vez orgullosamente íntegro en su conducta, tapó la boca a los compañeros que le invitaban a un salón muy conocido entre ellos. Por la oscuridad de que llevaba fama, era el más apropiado para divertirse sin freno. Y le insisten:
– Bien, ¿te vienes con nosotros, sí o no?
El joven les da la respuesta más acerada:
– Lamento no poder acompañarles. El local es muy oscuro; me temo que metería allí demasiada luz y se vería todo…
Este joven decía así, con valentía y con gracia, que el testimonio de su vida era la luz que como cristiano difundía por doquier…
El cristiano es el escaparate de un gran comercio. Quien contempla sus vitrinas, se encuentra con las representaciones más perfectas que exhiben a Dios ante todo el mundo.
Pero Dios no se le ha dado al cristiano para que lo goce él solo en la intimidad de su corazón. El cristiano debe ser un Dador de Dios, porque ha de llevarlo a todos los que se encuentren con él.
La madre lo da al hijito.
La chica al novio.
El marido a la esposa.
La maestra al alumno.
La enfermera al paciente.
El profesional a quien llega a la oficina.
La secretaria al jefe.
Y el jefe a todos los de la empresa…

Porque todos con una palabra, con un gesto, con una sonrisa, con un consejo, y con el ejemplo siempre, podemos decir como Pedro al paralítico:
– No te doy oro ni plata, porque no tengo. Te doy algo de mucho más valor, te doy el Dios que llevo dentro… (Hechos 3,6)

Si somos dadores de Dios, a lo mejor nosotros tampoco podremos ofrecer mucho dinero a nadie, por más que le queramos y por necesitado que esté.  
Pero todos sabemos y podemos dar lo de aquella mujer de la tienda, que decía a sus clientes con gran sentido del humor, cuando les entregaba el bolso lleno:
– Tenga, y llévese también a Dios, que es lo que se vende más barato. Por Él no cobro nada…

Muchas veces nos preguntamos todos qué debemos ser y qué debemos hacer como cristianos. ¡Y ya vemos! Aquel viejecito de la antigüedad —pues dicen que tenía ochenta y seis años cuando lo llevaban preso a Roma para ser echado a las fieras del circo— nos lo enseñó con una sola palabra bellísima, al firmarse en sus cartas Teóforo: portador, mostrador y dador de Dios…

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