Soy nada, y sin embargo…

22. enero 2025 | Por | Categoria: Gracia

Una de esas canciones que tanto repetimos comienza así: Yo no soy nada y del polvo nací… Es cierto. No somos nada, y, sin embargo, descubrimos en nosotros tantas maravillas que nos pueden tener pasmados. Maravillas de la gracia de Dios, se entiende. Y el secreto lo encontramos en las palabras de la misma canción, que sigue diciendo al Señor: Pero Tú me amas, y moriste por mí…

     Esta bonita canción nos va a llevar al tema de hoy: a la gracia o ayuda que Dios nos brinda en cada momento, ayuda sin la cual no haríamos nada, absolutamente nada. Por eso,  ¿como es posible que, siendo tan limitados, hagamos cosas tan grandes? ¿Nos explicaríamos esto, si Dios no nos amara? ¿Y tendríamos tanta fuerza si el mismo Dios no hubiera muerto por nosotros?…

Cuando miramos los libros de la Historia no dejamos de sentir asombro por la grandeza humana que han demostrado muchos hombres y mujeres. Los admiramos. Son personas que honran a la Humanidad con sus gestas heroicas. Pero esos valores puramente humanos palidecen ante la grandeza moral, sobrehumana, casi divina, que vemos dentro de la Iglesia. Héroes como los ha tenido el Cristianismo no los ha tenido nadie. Sin embargo, los cristianos no somos de naturaleza diferente de los demás hombres. Somos iguales que todos los demás. ¿Dónde radica, pues, el secreto del heroísmo cristiano?

No sabemos responder sino con esta palabra: la gracia que Dios nos da para testimoniar la fe con nuestra vida. Una gracia que no cesa un momento. Una ayuda continua de un Dios que no aparta la mirada de nosotros, nos anima, nos empuja al cumplimiento del deber, y que nos repite siempre: No te desanimes, que yo estoy contigo. Lo que tú no puedes, lo puedo yo. ¿Por qué te figuras que morí por ti, sino para ser tu ejemplo y tu fuerza?

– Miramos a los Apóstoles. Empezando por Pedro, que ante la cruz pide a los verdugos: Colocadme, por favor, cabeza abajo, pues yo no soy digno de morir como mi Maestro. ¿Cómo se explica esta serenidad?…
– Miramos a los mártires. Por ejemplo, San Lorenzo, condenado a morir a fuego lento sobre las parrillas. Con un humor que se ha hecho clásico, le dice al Prefecto en medio del tormento atroz: Da la vuelta a este lado, y come, que ya está bien asado. Por valiente que fuera, ¿podría haber aguantado las parrillas rusientes sin una queja y con un ánimo semejante?…
– Miramos a los grandes Obispos. Como un San Ambrosio, que se le enfrenta al Emperador: No, tú no entras en la Iglesia, después de ese asesinato que has cometido con una población indefensa. ¿Quién es este valiente?…
– Miramos a Santa Inés, la Virgen romana, que ante el amor y feliz matrimonio que le ofrece el hijo del Prefecto, rechaza la boda: No, no te puedo dar mi amor, pues otro amante se te ha adelantado. Y prefiere la muerte a filo de la espada…
– Miramos a una viuda muy joven. El Preceptor de aquella escuela pagana, al enterarse cómo es la madre del más brillante de sus alumnos, exclama estupefacto: Pero, ¿qué clase de mujeres tienen esos cristianos? ¿Quién es esa Antusa, tan joven, sin que acepte ningún nuevo amor, y sin que se atreva a tocarla una mala lengua?… Mujeres como la madre de San Juan Crisóstomo, a montones en la Iglesia…
– Miramos a San Carlos Luanga y sus compañeros, hijos de la selva en el corazón del África, que se enfrentan a su rey: No consentiremos en esos placeres de la carne prohibidos que nos propones. ¡No te haremos caso!… Y mueren los veintidós valientes negros por la fe cristiana que han abrazado…
– Miramos a una enferma, Santa Liduvina, que lleva desde jovencita treinta años en la cama sufriendo dolores horribles, y que asegura: Si supiera que rezando un Avemaría me iba a curar, no la rezaría. Querer permanecer con Cristo en la cruz, sin aceptar bajar de ella, eso no se entiende…
– Miramos…, miramos…, y los héroes de la Iglesia los encontramos a millones. Héroes que no son únicamente como ésos que hemos citado. Sino que son héroes muy conocidos nuestros. Hombres a quienes no doblega el sol ni el cansancio en el cumplimiento del deber. Mujeres estupendas en la casa, o secretarias, maestras y enfermeras, que, esclavas de sus obligaciones, parecen caídas del cielo. Jóvenes serios ante los libros. Enfermos que no exhalan una queja, pues no tienen otra palabra sino un amoroso ¡Hágase tu voluntad! que arrebata al mismo Dios. Hombres y mujeres que a lo mejor han caído hondo y son mirados con desprecio en la sociedad, pero que tienen un arranque de generosidad, dicen ¡Basta! de una vez, y los vemos convertidos de culpables en unos santos, así, como suena, en unos santos.

Podrían algunos objetar que ese cuadro es demasiado bello para ser real. Que las cosas son muy diferentes. Que esos hombres y mujeres son excepción…
Naturalmente, que cada uno puede pensar a su manera. Pero no podemos negar que Dios —con esa gracia suya con la cual nos ayuda en todo momento— hace surgir muchos valientes en su Iglesia. Abundan los héroes, aunque muchas veces no los perciban nuestros ojos.

Un hecho como éste causa en nosotros un gran optimismo. ¿Quién se va a desanimar, comprobando cada día cómo abunda la virtud en medio de tanta defección?
Nunca los cobardes formarán una nube tan densa que puedan oscurecer toda la luz del sol. La gracia de Dios seguirá triunfando en el mundo.
Y los buenos demostrarán que la muerte de Jesucristo, como el grano caído en tierra, dio mucho fruto; que Dios nos ama y, al amarnos, nos da toda su fuerza; y que nosotros, que parecemos ser nada, con el vigor que Dios nos infunde, sabemos hacer maravillas…

Comentarios cerrados