Respeto y amor a la Naturaleza

14. diciembre 2012 | Por | Categoria: Reflexiones

¿Qué les parece si hablamos hoy de la Naturaleza? Porque tanto la Iglesia como las Naciones Unidas están mirando casi con terror lo que estamos haciendo con la Tierra que Dios nos confió en el paraíso. Pareciera que se han invertido los términos. Dios dijo a Adán: ¡Cultivad la tierra! Y el hombre moderno, no con palabras, sino con sus hechos, está respondiendo: ¡A destruir la tierra!

Porque no es otra cosa lo que hacen tantas empresas, que, por enriquecerse rápidamente, destruyen los bosques y hacen imposible el “habitat” de los animales con muchos insecticidas. Las lluvias disminuyen muy peligrosamente. Cambian las temperaturas de manera muy anormal. Todo esto son males producidos artificialmente ⎯hablemos así⎯ por el mismo hombre.
Si estos fenómenos ocurren a nivel mundial, a nosotros nos interesa especialmente nuestra privilegiada América, hoy amenazada muy seriamente por la explotación indebida de muchas multinacionales.

Hemos de decir que Dios ha sido pródigo con nosotros. Las riquezas de nuestro Continente son inmensas y nos las envidia todo el mundo.
Ríos caudalosos que parecen mares.
Bosques profundos e interminables.
Sabanas y pampas que podrían alimentar a muchos millones de seres humanos.
Minas de los metales más codiciados y de piedras preciosas sin cuento.
Pozos insondables de petróleo.
Yacimientos enormes de abonos.
Fauna y flora de paraíso por todas partes…
En resumen, riquezas incontables por doquier. Dios quiso ser generoso con nosotros, y fue generoso hasta el derroche.

Sin embargo, ¿por qué nuestro suelo se empobrece en tantas partes? ¿Por qué nuestra agricultura deja tanto que desear? ¿Por qué teniendo tanta riqueza han de abundar tanto los pobres en nuestros países?…
Todo esto es cierto. Y la culpa principal se la echamos, con toda razón, a los ladrones de fuera que deforestan nuestras selvas vírgenes, o imponen leyes inicuas a nuestros productos agrícolas sólo en provecho suyo.
Cierto, muy cierto todo… Sin embargo, no hablamos ahora de lo que hacen con nosotros injustamente los de fuera.

Hablamos de lo que hacemos nosotros mismos. ¿Somos nosotros lo suficientemente cuidadosos con los bienes de nuestra propia región? ¿No nos vendemos por unos cuantos dólares, que no nos aprovechan sino que nos sumen en mayor pobreza?… ¿Y no somos también nosotros los que explotamos nuestras tierras sin miramiento alguno, talando bosques, no sustituyendo los árboles que cortamos, matando sin discreción animales cuyas especies ponemos en serio peligro de extinción?…

Sabedores de todo esto, y convencidos de que podemos ser ricos a poco cuidado que pongamos, tenemos que crear conciencia en todos ⎯empezando por los niños más pequeños⎯ de que hemos de tratar la Naturaleza con mimo verdadero, para que no se vengue de nosotros.
Hay que aprender a respetar las plantas y los animales, a dejar en paz a los pajaritos, a no aprovechar caprichosamente los huevos de una nidada, a no malgastar el agua, a ser avaros de todo lo que la Naturaleza pone al servicio de todos y es de todos.

Estas cosas no se deben mirar únicamente como asunto de educación sino como de conciencia. ¡No podemos castigar la Naturaleza! ¡Debemos conservar y mejorar la Naturaleza!

Un cuento árabe nos narra cómo el desierto del Sahara fue un día delicioso jardín. El silbido lastimero que produce la arenilla cuando se la lleva el viento, dicen que no es sino el llorar de aquellas soledades por tanta belleza anterior que se perdió para siempre…

La educación para saber tratar la Naturaleza empieza por cosas tan simples como ésas que acabamos de insinuar: amar y cultivar las flores, respetar los pájaros sin matarlos ni destruir sus nidos, cuidar los animales caseros, salvar las especies de nuestra propia tierra, y mil cositas más que, además de hacer mucho bien, nos convierten a nosotros en personas finas, delicadas, distinguidas.
Para obtenerlo, basta mirar en esos seres inanimados, pero tan bellos, la huella amorosa de Dios.

San Francisco de Asís hablaba a los pajaritos del cielo y al hermano lobo…
San Antonio de Padua predicó a los peces del mar, que asomaron sus cabezas sobre el agua para escucharlo devotamente…
San Juan de la Cruz llamó a los estudiantes del convento para enseñarles los pececitos del río y decirles emocionado: ¡Mirad, mirad cómo estos animalitos bendicen a Dios!…
San Juan Vianney se echó a llorar por el camino cuando oyó cantar a las aves del cielo: ¡Ah! Dios os ha hecho para cantar y cantáis. El hombre ha sido hecho para amar a su Dios, y no lo ama…
Aquel ermitaño golpeaba las flores del campo: ¡Callad, callad! Que ya os entiendo. Ya veo cómo con vuestra hermosura me habláis de Dios.

Amando estos Santos así la Naturaleza, ¿cómo no la iban a respetar? ¿Cómo la iban a destruir?… Y si la amáramos igualmente nosotros, ¿tendrían que venirnos las Naciones Unidas o la Iglesia a darnos miedo por el mal que se está causando a nuestras tierras?… No haría ninguna falta. Defenderíamos la Naturaleza como se defiende y se guarda el mayor de los bienes…

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