La espiritualidad de un Pesebre

24. febrero 2025 | Por | Categoria: Jesucristo

No vamos a decir que perdemos el tiempo cuando, al llegar la Navidad, no tenemos en la cabeza más que el pesebre de Belén. La celebración gozosa de las fiestas navideñas ha influido enormemente en la mentalidad cristiana. Pero tampoco podemos negar que la alegría navideña reduce de tal modo el misterio del Niño Dios a esa época concreta, que después, en el resto del año, tenemos bastante olvidados los misterios de Jesucristo en su infancia.

Sin embargo, la Cueva de Belén debiera estar clavada en nuestra mente a lo largo de todo el año como lo está el Calvario de Jerusalén. Nos dan los dos por igual las mismas lecciones.
La cueva, con sonrisas, nos dice que la vida de Cristo es humildad, pobreza, sacrificio, renuncia.
Y el Calvario, con lágrimas, nos repite exactamente lo mismo: renuncia, sacrificio, pobreza, humildad.

Por eso, para conocer íntimamente a Cristo, hay que ir a la Cueva lo mismo que al Calvario, igual en invierno que en verano, en Abril lo mismo que en Diciembre, cuando somos niños igual que cuando nuestros cabellos ya no son más que un florón de plata…

Un gran artista austríaco, niño precoz para la pintura, hacía unos pesebres preciosos para adorar en ellos a Jesucristo hecho Niño. Al fin, cuando creció el muchacho, se dijo: -¡Basta! Eso de pesebres es cosa de niños y para niños. Ya con dieciséis años, cambio de dirección…
Y dejó de pensar en el pesebre, porque se creía ya un hombre hecho y derecho. Pero no podía con cierta preocupación. Interiormente —cuenta él mismo— oyó la voz de Jesucristo en su conciencia: -¿Qué sabrías tú de mi grandeza, si yo no me hubiera hecho pequeño por amor a vosotros?
El artista reanudó la construcción de pesebres, y cuando los amigos le reprochaban: – Esto lo haces por tu hijos, respondía con decisión, y con toda la piedad que llevaba en el alma: -No, no es por mis hijos, es por mí. Y para cuando yo ya no pueda, mis hijos tienen el encargo de seguir construyendo pesebres para que conozcan mejor a Jesucristo (Fürich, 1800-1876)

¿Cuál es la espiritualidad del Pesebre?… El pesebre ininteligible. El mayor de los hombres —porque como Jesucristo no ha existido ni existirá otro igual— nace en unas circunstancias que el novelista de más imaginación, puesto a fantasear, no hubiera atinado jamás a inventar algo semejante para un Dios que se empeña en ser hombre. Pero como a Dios le sobra imaginación, ordenó para Sí las cosas de tal modo que su vida humana desconcertase del todo los recursos de los hombres más sabios.

¿Qué tendrá la pobreza, para que el Hijo de Dios la haya escogido de este modo?…
¿Qué tendrá el sacrificio, para que el Hijo de Dios lo prefiera a toda comodidad?
¿Qué tendrá la humildad, para que el Hijo de Dios se abrace con ella de modo tan desconcertante?

Estas elecciones y preferencias del Hijo de Dios al venir a nosotros no tienen explicación racional. Vemos lo que ha hecho Jesucristo, y nos callamos, pensamos, y nos decimos: -No entiendo. Pero, desde el momento que tanto lo quuiere Dios,  algo se debe esconder en eso que el mundo odia.   
Por otra parte, ese Jesucristo que renuncia al dinero, al placer y al poder, no renuncia ni al amor ni a la belleza de la pureza.
¿Por qué María ha dado a luz precisamente en una cueva de la ladera de Belén, por qué se ha refugiado allí como el único lugar apto para ella? Lucas, observador de una finura exquisita, nos lo dice con delicadeza sin par: se refugiaron en una gruta porque no había lugar para ellos en el mesón público. María quería reserva para sí en aquellos momentos.

Y buscada por María, y procurada por Dios, la reserva, la delicadeza y la pureza de la Madre iban a ser el sermón de elocuencia desbordante que Jesucristo recién nacido quería predicar sin abrir los labios. El mundo ha necesitado siempre pudor para defender un Mandamiento muy serio de la Ley de Dios. Y el chiquillo del Pesebre, por su Madre, lo estaba predicando con tonos desusados…

A Jesucristo en el Pesebre le falta todo; pero, ¿le falta amor?… No, esto sí que no le falta de ninguna de las maneras. Allí el amor, y con el amor la felicidad, está en su apogeo. La Madre —que ha dado a luz virginalmente— envuelve a su niño en pañales y lo recuesta en el pesebre.
No dice más el Evangelio. Pero, ¿somos capaces de medir el amor de aquel corazón de madre y valorar la sonrisa complacida de José?… ¿Y encontraremos gente más feliz que los pastores en el nacimiento de un niño amigo?… Cuanta más pobreza, más felicidad se palpa en torno al Pesebre.
Amor y pobreza se casan con más facilidad que dinero y amor… ¿No será ésta la mayor lección que imparte al mundo el bendito Pesebre?…

El Pesebre —así pensamos nosotros— no es sólo para los tiempos de Navidad. El Pesebre, como la Cruz, es meditación de cada día y vale lo mismo para chicos que para grandes. Y para grandes, más que para chicos, porque nos enseña a hacernos niños ante Dios, tal como exige el Evangelio en la más severa de sus enseñanzas, aunque al fin resulte tan tierna.
Las lecciones de la vida cristiana las imparten la Cruz y el Pesebre con la misma elocuencia. Y será de gustos el elegir entre Pesebre y Cruz, aunque aquélla enseñe llorando con sangre y éste riendo con caricias…
Jesucristo es desconcertante cuando hace su aparición en el mundo.
Es el hombre más grande —como que es también Dios—: grande en todo, pero, sobre todo, insuperable en el amor…

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