Doctorados por la Universidad

25. enero 2013 | Por | Categoria: Reflexiones

A finales del siglo pasado, tan reciente aún, se inauguraba cierta Universidad Católica con unos planes ambiciosos, de manera que, según sus fundadores, para el año 2000 se empeñaba en ser una de las mejores universidades por su alto nivel académico y por ser transmisora de los más selectos valores del espíritu.
Al leer ese programa, verdaderamente ambicioso, que tengo aquí, en el cuaderno que me ha regalado un amigo de esa Universidad y en el que estampo las notas para este mensaje que les dedico hoy, queridos lectores, me he dicho:

¡Estupendo! ¡Magnifico! Como para envidiar a los alumnos que frecuentan esas benditas aulas. Pero, ¿va a ser eso privativo de unos cuantos jóvenes privilegiados? ¿Y los que por su edad, por sus recursos económicos, por sus obligaciones de trabajo, por la razón que sea, no puedan asistir a esas clases tan especializadas, ¿van de dejar de formarse como ellos quisieran?…

Nosotros queremos formarnos dentro de nuestro propio ambiente, y por eso fijamos los ojos en esos programas de la universidad, que son también programas para nuestras vidas de hombres y de cristianos.
El formarnos como hombres y mujeres es un deber imperioso y, para conseguirlo, no hace falta frecuentar las aulas universitarias. En medio de las labores del campo o del hogar, del taller o del almacén, cada uno siente la ilusión de ser una persona de provecho, y se esfuerza por hacer suyos esos valores que forman a los espíritus más selectos.

Lo primero en que nos fijamos y nos empeñamos en conseguir, porque es lo primero que amamos, son los valores espirituales. El Evangelio es de todos, y Jesucristo nos lo anunció en primer lugar precisamente a los pobres. Ser discípulos avanzados de Jesucristo es estar graduados en la universidad de más alto prestigio. Por eso, nos abrimos ante todo a lo trascendental, a lo eterno, a lo que traspasa las fronteras del mundo presente.

Si vivimos para el mundo futuro, y la salvación y cultivo de nuestra alma es el objetivo primero de nuestra existencia, sacamos el doctorado más brillante en que se puede soñar. Por eso también, miramos a la Iglesia con respeto sumo, veneramos a nuestros pastores como los maestros más insignes de la fe, y tendemos los brazos a todas las personas a las que podemos hacer participar de nuestra suerte envidiable.

A este propósito, me viene a la mente el ejemplo de aquella campesina que el Papa Juan Pablo II elevó a los altares en la primera beatificación de este siglo, en Marzo del año 2001. Se llamaba Teresa y había tenido nueve hijos, de ellos cuatro hijas religiosas de clausura. Se echa encima en España la persecución religiosa de 1936, y las cuatro hijas, expulsadas de su convento, se refugian al lado de la mamá. Pero un día son sacadas violentamente de la casa, las encarcelan, y el día 25 de Octubre, fiesta de Cristo Rey, son fusiladas ante los ojos de la anciana madre, que les dice antes de que caigan bajo las balas:
– Hijas mías, no temáis. Esto es un momento, y el Cielo es para siempre.
Al final, le dicen los asesinos: -Usted, no.
 Pero ella, valiente:
– ¡A donde van mis hijas, voy yo!  
Insisten los milicianos, casi en plan de broma:
– Oye, vieja, ¿tú no tienes miedo a la muerte?
– ¿Yo miedo? Toda mi vida he querido hacer algo por Jesucristo, ¿y ahora me voy a volver atrás? Matadme por el mismo motivos que a ellas, por ser cristiana.
Las balas, incrustadas en el cuerpo de aquella mujer formidable de ochenta y tres años, pusieron fin a un diálogo que pasará a la historia martirial de la Iglesia.
El Papa, entre los 233 Mártires de aquel día, mencionó expresamente a esta heroína, y el aplauso que resonó en la Plaza de San Pedro al escuchar su nombre es de los que forman época… Y ya lo vemos: una mujer huertana de los campos de Valencia, sin haber acudido a ninguna universidad, lució como nadie su doctorado en vida genuina del Evangelio…

Lo segundo en que ponemos nuestros ojos, como un objetivo más que alcanzar, son los valores humanos que tanto realzan a la persona. Esas virtudes, llamadas expresamente humanas, son tan nuestras como lo son de caballeros distinguidos y de damas escogidas. El respeto, el sentido de justicia, la sinceridad, la honestidad, la fidelidad al deber, la educación, son cualidades que nosotros queremos lucir como el mejor ornamento de nuestras personas, tal vez humildes socialmente, pero muy ricas en valores del espíritu.

Miramos a nuestro alrededor, y nos queremos convertir también, como líderes avanzados de la humanidad, en decididos defensores de los tesoros culturales, artísticos, civiles y ecológicos que son patrimonio de todos y que hoy ponen tantos en grave peligro de extinción.

A nosotros no nos cabe en la cabeza que unos fanáticos fundamentalistas destrozaran de manera irreparable en aquel país asiático las estatuas gigantes de Buda. ¿Por qué se había de perder semejante tesoro?…
Pero, los que así hablamos, hemos de tener igual sentido de responsabilidad ante los bosques que se talan indebidamente, o ante ciertas costumbres que se meten entre nosotros y que nos harán perder valores muy exquisitos de nuestros pueblos.

Todos tenemos el derecho a soñar en la graduación de una universidad. ¡Y no renunciamos a este derecho! Pero, sin acudir a las aulas, se pueden conseguir las calificaciones más espléndidas en vida humana y sobre todo cristiana. ¿Quién nos impide el hacernos con ellas?…

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