El don de la paz
15. febrero 2013 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesAl asumir el Papa Juan Pablo II el Sumo Pontificado, y ante las perspectivas de una posible guerra nuclear de consecuencias imprevisibles, lanzó su grito famoso, que pasará a la historia: ¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas al Redentor!
Un Papa como él, que desde su adolescencia sufrió las consecuencias de la guerra, la de los nazis y la de los comunistas, tenía en su mente como una obsesión la paz del mundo. Una paz que hunde sus raíces en Cristo, el que es nuestra paz y reconciliación con Dios y el lazo de unión entre todos los hombres.
Con Cristo, la paz estaba asegurada para el mundo entero; sin Cristo, la paz sería un imposible.
La paz, según los profetas, era el don del Mesías que iba a venir.
Una vez nacido el Mesías, los ángeles lo anuncian gozosos por los cielos de Belén: ¡Paz en la tierra a los hombres amados del Señor!
Viene Jesús como Príncipe de la paz, y en el discurso de la Montaña proclamará: ¡Dichosos los que trabajan por la paz!
Antes de morir, se despide de los discípulos con palabras salidas del corazón: Os dejo mi paz, mi paz os doy.
Y nada más resucitado, se presenta a los mismos discípulos saludándoles con un gozoso: ¡La paz sea con vosotros!
¿Qué significa todo esto? Que la paz no es sólo un valor humano que anhelan los hombres y por el cual trabajan, sino que entra en la misma esencia del Evangelio. Porque el Evangelio es el anuncio jubiloso de la reconciliación entre Dios y los hombres, el restablecimiento de una paz que se perdió en el paraíso, y que ahora se restablece de una vez para siempre.
Y pacificado el hombre con Dios, ahora viene como una consecuencia necesaria la paz entre los hombres, porque no puede haber guerra entre los que son hijos de Dios y hermanos en Jesucristo.
La paz de Dios es una paz muy diferente de la paz que establecen los hombres entre sí cuando no es paz cristiana. Lo sabemos por la última guerra mundial. Vencen los aliados a Alemania, y cuando los jefes alemanes acaban de firmar la rendición, oyen la orden severa:
– Ustedes quedan arrestados.
Después, han de comparecer ante el tribunal de los vencedores, que pronuncia la sentencia fatal:
– Usted, condenado a morir en la horca…, Usted condenado a la horca…
Y así, uno tras otro los vencidos acusados.
¡Pobres de nosotros, si Dios hubiera procedido de la misma manera! Rebelado el hombre contra Dios, en el mismo paraíso promete Dios el perdón y la salvación.
Viene en su día el Salvador al mundo, y, como base de la paz, establece la ley del amor:
– Esto os mando, que os améis los unos a los otros como yo os he amado… Y para que Dios os perdone, y la paz entre Dios y vosotros sea eterna, debéis perdonaros los unos a los otros como os ha perdonado Dios.
Por sentirse hijo de Dios y hermano de todos los redimidos, el cristiano se mete en los esfuerzos de los hombres de buena voluntad que trabajan por la paz del mundo. Nadie se ve libre de este deber. A los dos meses de aquel ¡Abrid las puertas al Redentor!, el mismo Papa nos decía a todos en su mensaje navideño:
“Ante el difícil empeño por la paz, no bastan las palabras. Es necesario que en todos se meta el genuino espíritu de paz.
“Padres y educadores, ayudad a los niños y a los muchachos a hacer la experiencia de la paz en las mil acciones de cada día.
“¡Jóvenes, sed constructores de paz!
“Hombres metidos en la vida profesional y social, a veces es difícil para vosotros el realizar la paz. Porque no hay paz sin justicia y sin libertad, sin un empeño decidido por promover la una y la otra.
“Hombres de la política, ¡abrid nuevas puertas a la paz! Haced todo lo que esté en vuestro poder para hacer triunfar la voz del diálogo sobre el grito de la fuerza. Haced gestos de paz, por audaces que sean”.
El Papa Pablo VI les había dicho en las Naciones Unidas a los responsables de la paz, recordándoles el precepto del amor promulgado por Jesucristo: Es imposible amar con armas ofensivas en las manos.
Y a nosotros, que no somos los hombres de la política ni los responsables de las naciones, ¿qué nos toca hacer? ¿cruzarnos de brazos?… El Papa nos lo ha dicho claramente: tenemos que esforzarnos en realizar a lo largo de la jornada acciones de paz. ¿Con quienes? Con todos los que el día pone a nuestro alrededor y a nuestro alcance.
Paz en el seno del hogar.
Paz en la oficina.
Paz en la vida social.
Paz siempre y con todos.
Una bomba destruye todo y abre una sima profunda entre los dos enemigos, mientras que una sonrisa desarma al rival y hasta lo convierte en el amigo mejor.
¡La paz! El regalo traído al mundo por el Mesías prometido. El mundo se debate siempre entre las armas. Los individuos se odian muchas veces entre sí. La guerra parece ser la condición humana imprescindible. ¡Y no es así! ¡No debe ser así! Por eso, al cristiano no se le cae de los labios la plegaria de Francisco de Asís. ¡Señor, hazme un instrumento de tu paz!. Hemos empezado citando a Juan Pablo II, y acabamos con una precisa afirmación suya, que cerraba su discurso: -La paz será la última palabra de la Historia.