El don de los enfermos

8. marzo 2013 | Por | Categoria: Reflexiones

Al querer hablar hoy de la enfermedad ⎯de los enfermos, mejor dicho⎯, empiezo por enviarles a todos mi más cariñoso saludo, porque todos los llevamos en lo más adentro del corazón.

Cuando en el Gran Jubileo del año 2000 les tocó su celebración a los Enfermos, se desarrollaron en Roma escenas conmovedoras. No había para menos. Eran más de veinte mil los enfermos e impedidos que habían sido llevados a la Plaza de San Pedro, muchos de ellos tendidos en sus camillas, sentados en las sillas de ruedas, agarrados del brazo de un ser querido o de la enfermera abnegada y cariñosa, o simplemente caminando por sí mismos con dificultad y mucho dolor. Aquello era la vivencia del Calvario en toda su imponente majestad.

Realzaba la grandiosidad de la celebración el ver al frente de tantos enfermos al enfermo más ilustre que podía presentar con santo orgullo la Iglesia: el Papa Juan Pablo II, un crucificado viviente, desde aquel balazo que le destrozó su cuerpo hacía ya casi veinte años y que dio origen a otras enfermedades y varias operaciones, sufrido todo con una resignación y una fortaleza sobrehumanas, en medio del cumplimiento inflexible de su deber.

Entre los impedidos a los que el Papa saludó personalmente y dio la Unción de los Enfermos, le fue presentado un joven de treinta años, imposibilitado en su camilla. Agarró la mano del Papa, la besó, y decía después llorando: -¡Oh! Me ha transmitido, como una corriente, la paz. ¡El, él también sufre, y logra comunicarnos tanto, tantísimo!…

Era indudablemente Jesucristo, el Crucificado, quien por el Papa su Vicario derramaba tanta bendición sobre los miembros dolientes y más preclaros de la Iglesia… El Papa, enfermo, hablaba con más autoridad que nunca a sus colegas de la escuela más prestigiosa de Cristo.
El Papa les decía a sus compañeros: “Es justo luchar contra la enfermedad, porque la salud es un don de Dios”. Pero añadía después, como corazón de su mensaje: “Sin embargo, es muy importante leer el designio de Dios cuando el dolor llama a nuestra puerta. Y esta clave de lectura está constituida por la Cruz de Cristo”.

Casi seguro que el Papa tenía presente el gesto de uno de sus predecesores más ilustres, como fue el Papa Pío XI. Aquel Papa de las Misiones, sabiendo la fuerza imponente que suponen ante Dios las oraciones y sufrimientos de los enfermos, unidos como están al sacrificio redentor de Jesucristo, instituyó la Jornada del Dolor a favor de las Misiones y de los Misioneros que trabajan por la conversión del mundo que aún no conoce a Jesucristo. Jornada que cada año se sigue celebrando el día de Pentecostés.

El mismo Papa Pío XI, de carácter indomable, fue un testimonio ejemplar cuando le llegó a él la hora del dolor. Su última enfermedad le hacía sufrir mucho. Y se decía para animarse, como Santa Teresa de Avila: O padecer o morir. Pero reaccionó con viveza, olvidó las palabras de Teresa, y añadió con energía:  
– Padecer o morir, no. Eso es muy cómodo. ¡Padecer, padecer!…
Aquel gran Papa no quería desclavarse de la cruz…

Los enfermos son en la Iglesia los mayores proveedores de energías espirituales, porque atraen como nadie las mayores gracias de Dios sobre el mundo.
En efecto, con su sacrificio unido al de Jesús en el Calvario, son los pararrayos más seguros que detienen la justa ira de Dios.
Con su generosidad, siempre unidos a Jesús Crucificado, hacen descender la gracia de la conversión sobre multitud de pecadores.
Con su dolor, aceptado resignadamente, y con el ¡Padre, hágase tu voluntad! de continuo en sus labios ⎯como Jesús en su Pasión⎯, introducen en el Cielo más almas que cualquier apóstol.

Los enfermos son los más fuertes ayudantes de Jesús para cargar la cruz. Son los cirineos escogidos por el Señor para ayudarle a llevar el peso de la cruz de su Iglesia. En su Pasión, camino del Calvario, “Jesús hubiera podido llevar la cruz Él solo, si hubiera querido. Pero Él acepta, hoy como entonces, que nosotros, su pueblo, unamos nuestro mérito al suyo… Sin esta nuestra contribución, su mérito sería igualmente perfecto” (Newman)

Pero ha preferido unir nuestro sacrificio al suyo, como una distinción y un honor que nos dispensa: ser corredentores con Él, “al completar en nuestra carne ⎯como dice San Pablo— lo que falta a la pasión de Cristo”. Y aquí entra, como la mayor contribución del pueblo cristiano a la salvación del mundo, el sacrificio generoso de nuestros enfermos queridos.

La sabiduría humana, la popular, la del sentido común, la de la experiencia de cada día, ha dicho muy bien que no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista. Muy bien dicho, ciertamente.
Pero el sentido cristiano dice mucho más. Aunque la enfermedad contiene en sí algo de misterio, el cristiano sabe mirarla como una misericordia y una caricia de Dios. Si Él permite la crucifixión, es solamente porque sabe que después nos viene una resurrección segura. Unido a la muerte de Cristo de una manera tan especial como lo está el enfermo, el enfermo sabe también como nadie vivir por anticipado la felicidad de la pascua…

¡Enfermos, queridos enfermos! ¡Cuánto bien que nos estáis haciendo al mundo!…

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