La incesante lucha del hombre
15. marzo 2013 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesSi somos aficionados —como lo debemos ser, pues es una obligación— a leer la Sagrada Biblia, nos encontraremos mucho con este pensamiento, expresado así por el Eclesiástico: “He puesto delante de ti el agua y el fuego; extiende tu mano a lo que más te agrade. Delante del hombre están la vida y la muerte, el bien y el mal, y le será dado lo que él escogiere” (Eccli. 15,17)
Es decir, que Dios nos ha hecho libres; que nos respeta; que acepta nuestra resolución; que ante el destino eterno que Él nos señala como don inconmensurable suyo, no nos obliga a nada: se contenta con ofrecer, con ayudar, con agotar todos los recursos de su poder para que elijamos bien, pero sin forzar jamás esa libertad que es el mayor bien de la persona. Dios —hablando con un lenguaje que hoy nos gusta mucho— es enormemente respetuoso con nosotros. Diríamos, que su lema en su trato con el hombre es: ¡Haz lo que quieras!…
En la antigua Grecia se habían educado mucho en este sentir. Y alguien preguntó a un despreocupado por la calle: -Y tú, ¿qué sabes hacer? -¿Yo? Ser libre. A este tal, hoy le hubiéramos dado nosotros un sobresaliente en ciencias sociales.
Porque la libertad es nuestro mayor bien. Pero puede convertirse en un arma de dos filos. Si me empeño en hacer el bien, lo tengo todo ganado; si me obstino en hacer el mal, soy yo quien ha atado a Dios las manos para que no pueda hacer nada por mí.
La página del paraíso terrenal es de suma importancia para entender la lucha que existe en nosotros entre el bien y el mal. Sólo conociendo la caída de Adán y Eva con las terribles consecuencias que nos trajo, podemos darnos respuesta a muchas preguntas inquietantes. ¿Por qué siento en mí una fuerza casi irresistible al mal, si yo suspiro por el bien? ¿Cómo es que queriendo hacer el bien, muchas veces hago el mal? El apóstol San Pablo nos describe esta tragedia como no lo ha hecho nadie, pero acaba con aire de triunfo: ¡Gracias a Dios por Jesucristo! (Romanos 7,14-25). Sí, por la gracia de Jesucristo salimos victoriosos en esta lucha nuestra entre el bien y el mal.
La Iglesia, sabedora de esto, le pide a Dios con una oración preciosa:
Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en ti como en su fuente y tienda siempre a ti como a su fin.
Con esta actitud nuestra, desarmamos al enemigo. Dios nos inspira. Dios nos ayuda. Dios nos atrae. Dios nos arrastra, aunque sin forzarnos, hasta que lo poseamos sin ya poder perderlo.
En un alma —igual que en una ciudad o en una nación— no reina Jesucristo si en ella reina Satanás. Pero expulsado Satanás, de allí no se marcha Jesucristo a no ser que se le despida brutalmente.
Se entabla ciertamente una lucha muy fuerte en nosotros cuando queremos dejar el mal y abrazar el bien. Pero, contando con la gracia de Dios, la victoria se la lleva siempre el bien.
Es muy aleccionador a este propósito el caso de esa Magdalena del siglo veinte, Eva Lavallier, la estrella del teatro de París. Su vida era un desastre. Fama, dinero, placer, amantes, joyas, viajes…, tenía cuanto quería, pero era una desgraciada por completo. Se retira a un pueblecito y empieza reflexionar, a escuchar llamadas íntimas en su alma, a sentir remordimientos grandes, y a suspirar también por una vida mejor.
El Cura párroco del pueblecito está al tanto de aquella mujer que se ha retirado sin que nadie la reconozca, y, usando gran prudencia y discreción, se convierte en confidente espiritual de aquella alma singular. Es muy interesante el diálogo que sostienen los dos cuando Eva ya se ha decidido.
– No me voy a mover más en las tablas del escenario. Ya no soy yo. ¿No ve lo radicalmente que he cambiado? ¿No ve usted que soy otra? Desde hora mismo muero al teatro y al mundo: no recibiré a nadie y ni siquiera abro el correo. Quiero cortar de raíz con todo y con todos. Me dan mucho dolor estas cosas.
El Padre, hombre de experiencia, repone escéptico: -Bien, hijita, bien. ¿Está segura de que no actuará más?… Eva era enérgica como ella sola. Tenía un carácter muy fuerte, y responde con su tesón habitual: -Estoy decidida. Entiéndalo bien, señor Cura: ¡De-ci-di-da! Quiero ser pobre y vivir exclusivamente para nuestro Señor Jesucristo. Voy a romper todos los lazos que me impidan entregarme a Dios. Para empezar, le ruego abra usted mi correspondencia, porque no deseo enterarme de nada que me ligue lo más mínimo con el pasado.
El Cura no sabe qué pensar. Todo es un milagro de la Gracia. Pero habla con tacto a su confidente: -¿Y la nueva partitura? ¿Y el estreno en América? ¿Y el contrato con el empresario?…Pero ella: -Ni he mirado la partitura, ni voy a América, y rompo todos los contratos. Haré frente a todas las indemnizaciones, que bien valen mi verdadera libertad.
Dicho y hecho, Eva es una nueva mujer. Una convertida de verdad. Le quedan por delante doce años de vida heroica, de oración y sacrificio, para tejerse una corona de verdadera santa.
Jesucristo, que no conoció ni pudo conocer el pecado, sí que conoció y experimentó la lucha, y una lucha más tenaz que la nuestra; porque el demonio sospechaba de Él todo y no le quiso dejar en paz. No podía tolerar que el Cristo de Dios le arrebatase la victoria que había conseguido en el paraíso. Pero Jesucristo le hizo frente, aceptó la batalla y se hizo con el triunfo total y definitivo.
La lucha del cristiano es fuerte. Como todo hombre o mujer, ha de optar por el bien o por el mal, por Dios o por Satanás, por la perdición o por la salvación. Es libre. Pero sabe ofrendar su libertad a Dios, con la misma gallardía con que se la ofrendó Jesucristo al Padre.