El deporte en nuestro tiempo
12. abril 2013 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesJesús hizo una pregunta muy curiosa: ¿No sabéis distinguir los signos de los tiempos? (Mateo 16,4). Nosotros tomamos hoy estas palabras, y las repetimos continuamente, para indicar las costumbres que se van introduciendo en la sociedad y que marcan la historia del mundo. Por ejemplo, el Papa Juan Pablo II llamó al deporte Un signo de nuestro tiempo. Es decir, que nuestros días están de tal modo señalados por el deporte que lo debemos aceptar como una realidad de la cual no se puede prescindir.
Por eso vamos a hablar hoy del deporte, como de una realidad humana que los hijos de la Iglesia queremos evangelizar para hacerla digna del hombre y de Dios.
Cuando se celebró el Jubileo de los Deportistas en el estadio Olímpico de Roma, el Papa se hizo presente allí, celebró la Misa, y presenció un partido de fútbol entre la selección italiana y un equipo internacional. El partido acabó con empate a cero. Pero la prensa comentaba después: ¿El mejor gol? Lo metió el Papa. Un gol —según las palabras atinadas de un futbolista—, que el Papa ha metido en la portería de nuestro corazón.
¡Muy bien dicho! Porque venía a decir el buen muchacho que era el mismo Jesucristo quien, por su Vicario, consagraba aquel día la actividad deportiva de tantos millones de niños y de jóvenes que lo practican con pasión.
Un mes antes de aquel inolvidable Jubileo de los Deportistas se había producido un hecho lamentable en las costas de Grecia. Se hundió un barco, un ferry con más de quinientos pasajeros, y fueron unos setenta los ahogados y desaparecidos en el mar… ¿Triste, no es cierto? Pues, no era esto lo peor. Lo doloroso, lo indignante, lo que enojó a todo el mundo, fue la causa del naufragio: el capitán y la tripulación estaban viendo en la tele la transmisión de un partido de fútbol y no evitaron el choque del barco ni prestaron a tiempo los primeros auxilios a los náufragos (El Expres Samina, en la isla de Paros, 26-IX-2000)
¿A qué viene ahora este recuerdo desagradable? A decirnos esto: que el deporte es para hacerse, no para ser contemplado; que, si su justa contemplación es una distracción linda y provechosa, no debe ser de tal modo apasionante que llegue a impedir el cumplimiento del deber; en definitiva, que hay que fomentar todo lo bueno que tiene el deporte, ¡y tiene mucho de bueno!, y evitar todo eso que lo desvaloriza.
¿Cómo miramos el deporte nosotros con ojos humanos y cristianos?
En aquella celebración jubilar del estadio Olímpico, el Papa no se desdeñó de celebrar la Misa a los miles de deportistas y los setenta mil espectadores que llenaban el graderío. ¿Por qué? Porque el deporte es una oblación, una ofrenda digna de ser ofrecida a Dios con el mismo sacrificio de Jesucristo. Por lo mismo, ¡Viva el deporte!, desde el momento que es digno de Dios.
El deporte, exige el desarrollo y la posesión de muchas virtudes, sobre todo, el espíritu de sacrificio. Y por esto —vamos seguir con los simbolismos de la celebración jubilar— después de acabada la Misa seguía a la sombra del Papa y presidiéndolo todo la Cruz de Jesucristo. Allí estaba levantada, como diciendo a todos: ¡Animo! ¡Esfuerzo! ¡Renuncia! ¡Sacrificio!
El Papa interpretó muy bien este aspecto, y su comentario fue refrendado con un aplauso intenso: ¿El mayor atleta? Jesucristo, que derrotó nada menos que a Satanás, el enemigo.
Además, con estas palabras respondía el Papa a los que le llamaban cariñosamente El Atleta de Dios. Había sido ciertamente desde joven un buen deportista. Y su aspecto hercúleo, sus gestos valientes, su presencia arrolladora, le ganaron ese título honroso apenas asumió el Pontificado.
El deporte, así mirado, es una magnífica escuela de formación humana. En el deporte se aprenden las virtudes más apreciadas en la vida: la renuncia, la lealtad, la generosidad, la amistad, la colaboración, el desprendimiento, la perseverancia. Contra estas virtudes no puede prevalecer nunca el egoísmo, asesino del deporte.
Me viene ahora a la mente, porque lo he leído más de una vez, un caso ya muy viejo, el de un famoso futbolista español del clásico Bilbao. Se llamaba Zarra, y era idolatrado más por su comportamiento intachable que por ser el gran delantero. Un día, jugando en campo contrario lo demostró de manera inolvidable. Lleva el balón atado a la bota, avanza como un disparo y se le interpone un defensa contrario, el cual, en un gran esfuerzo, cae al suelo dando la impresión de que ha sufrido un golpe muy serio. Zarra tenía el gol seguro, pero lanza expresamente el balón fuera del campo, se dirige al defensa contrario, y le atiende solícito. El público se entusiasma: ¡Zarra! ¡Zarra! ¡Zarra!… Fue el gol más clamoroso conseguido por aquel delantero ejemplar…
Esto es deporte. Una actividad humana para el desarrollo físico, pero, más aún, un ejercicio de las virtudes que más nos deben enorgullecer.
Si el deporte se desarrollara siempre así, sería ciertamente un enlace magnífico entre los pueblos.
El deporte, noblemente llevado, no caería nunca en la idolatría del dinero, que hace rodar hasta por miles de millones un fichaje.
El deporte, en vez de causar a veces motines violentos, sería promotor de la camaradería generosa.
El deporte, en una palabra, sin el asomo de ningún aspecto negativo, sería una actividad honrosa, que a todos nos entusiasmaría.
Ya que el deporte es un signo de nuestro tiempo, queremos que sea un signo sin sombras que lo empañen, sino luminoso del todo, digno de nosotros y digno de Dios.