Caminos hacia Dios

5. julio 2013 | Por | Categoria: Reflexiones

No es la primera vez que traemos a nuestro programa aquel párrafo de San Agustín, tan profundo como bello:
“Pregunta a la hermosura de la tierra, pregunta a la hermosura del mar, pregunta a la hermosura del firmamento que se extiende más y más, pregunta a la hermosura del cielo, pregunta a todas estas cosas, y te responderán: ¡Mira qué hermosas somos! Su hermosura es su propia confesión. Estas cosas tan hermosas, pero que cambian, ¿quién las ha hecho sino el que es belleza suma e inmutable?”…

Si las cosas que contemplan nuestros ojos en la Naturaleza nos arrebatan de admiración, ¿qué hemos de pensar de Dios, el Autor de todas ellas? Sin embargo, son muchos los que, fascinados por otros dioses, abandonan a Dios para irse detrás de quimeras. Buscan un dios que se forman ellos mismos, y Dios deja de existir para ellos.
El profeta Isaías  (45,22) pone en labios de Dios estas palabras severas: “Yo soy Dios y no hay otro dios fuera de mí”. De esta manera se enfrentaba Dios a los israelitas que añoraban o envidiaban los dioses de las naciones vecinas, y abandonaban por ello el culto al Dios de Israel, el único Dios verdadero.
¿Adivinamos la actualidad de estas palabras? ¿No nos asedian hoy otros dioses, es decir, otras formas de buscar a Dios diferentes de las que nos enseña la Iglesia, con peligro hasta de cambiar de Dios?…

Todos sabemos el auge y la expansión que han tenido modernamente las filosofías orientales, venidas sobre todo de la India, que llevan a interiorizar mucho en el hombre, a métodos de oración nuevos, a unir el alma con Dios, a subirse hasta las alturas de la contemplación, en fin, a cambiarnos de tal manera que seamos poco menos que unas criaturas nuevas.
Respetamos y aceptamos todo lo que hay de bueno en esas manifestaciones de la sabiduría humana.
Pero no somos tan ligeros como para cambiar nuestra fe por teorías que nos vienen de fuera. Nosotros sabemos que Dios se nos ha revelado plenamente en Jesucristo, y que en Jesucristo y su Iglesia tenemos contenida toda la verdad que puede satisfacer nuestra mente y calmar la sed de nuestro corazón.

Nuestra fe en Dios se alimenta poderosamente con la contemplación de la Naturaleza, como lo vemos por el mismo Jesús en el Evangelio, y por muchos Santos nos dan ejemplos admirables.
Una chiquilla tan espabilada como Teresa del Niño Jesús nos lo explica magistralmente con dos hechos de su infancia.
– Hacia los seis o siete años —nos cuenta— vi el mar por primera vez. Este espectáculo me causó una impresión profunda; no podía apartar de él los ojos. Su majestad, el bramido de las olas, todo hablaba a mi alma de la grandeza y del poder de Dios.
Y nos cuenta otro caso:
– Un día el hermoso cielo azul de la campiña se cubrió de nubes. En seguida el huracán empezó a rugir con furia, acompañado de rayos centelleantes. Miraba a la derecha y a la izquierda para no perder nada de aquel espectáculo grandioso. Vi, finalmente, caer un rayo en un prado cercano, y, lejos de sentir el menor espanto, quedé encantada: me parecía que Dios estaba muy cerca de mí.
Esto lo cuenta una mujer muy joven de imaginación muy viva.

Pero les pasa igual a hombres muy cerebrales, de temperamento muy fuerte y poco dados a sentimentalismos. Como Ignacio de Loyola, de quien un discípulo suyo y testigo excepcional nos escribe una página que se ha hecho célebre:
– Se subía a la azotea por la noche, de donde se descubría el cielo libremente; allí se ponía en pie,  y sin moverse estaba un rato con los ojos fijos en el cielo; luego, hincado de rodillas, hacía una adoración a Dios; después se sentaba en un banquillo, y allí se estaba con la cabeza descubierta, derramando lágrimas hilo a hilo, con tanta suavidad y silencio, que no se le sentía ni sollozo, ni gemido, ni ruido, ni movimiento alguno del cuerpo.
Y así, en aquella azotea de Roma, repetía calladitamente con palabras tiernas: -¡Oh, qué triste me parece la tierra cuando contemplo el cielo!

Ante hechos como éstos, avalados por la experiencia de Santos tan notables, valoramos bien nuestros métodos de oración y de búsqueda de Dios.
Además, sobre la contemplación de la Naturaleza están las realidades divinas que llevamos dentro de nosotros mismos. ¿Sabemos lo que significa vivir unidos con Dios?
Es llevar el rostro iluminado, encendido, igual que Moisés después de hablar con Dios en el Sinaí, fenómeno que se repite interiormente con cualquiera que se da a la oración con Dios (Éxodo 34,29)
Es, como le ocurría al salmista (Salmo 72,25), tener el corazón fuera de este mundo, saboreando delicias inefables: “Si estoy contigo, ya no encuentro gusto en la tierra”
Es, cuando se ama a Dios, sentirse —así sentirse, con experiencia inefable— amado de Dios, como nos dice Pablo: “Dios está unido a aquel que ama a Dios” (1Corintios 8,3)

Un santo muy conocido de nuestros días se daba plenamente a la oración, y vivía la Gracia con paz, pero también con verdadera pasión. Y un personaje muy importante que lo trató, decía de él: ¡Es que hace tocar a Dios! ¡A su lado se siente y se palpa a Dios! (Beato Columba Marmión)

No hay más Dios que nuestro Dios. Y los caminos mejores y más seguros para llegar a Él, los atajos más directos, nos los ha trazado el mismo Dios. Pero no hallaremos ninguno como el que dijo de Sí mismo: “Yo soy el camino”.
Ver y hacer lo que de Jesucristo nos dicen los Evangelios es conocer, poseer y vivir la filosofía más subida. Nadie nos presentará un maestro mejor que nuestro querido Jesús…

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