Los materialistas

12. julio 2013 | Por | Categoria: Reflexiones

No sé por qué, pero al encontrarme en el periódico de ayer con la palabra “materialismo”, se me ocurrió tomarla como tema de este mensaje de hoy. Y comienzo remontándonos a un hecho muy grave narrado patéticamente por la Biblia en el libro del Éxodo.
Moisés está en el Sinaí, recibe de Dios las tablas de la Ley, y, al bajar con Josué, éste le dice:
– ¿No oyes? Hay gritos de guerra en el campamento.
– ¿Gritos de guerra? No. Es algo peor. El pueblo ha cometido un pecado enorme.
Y así es. Al llegar, se encuentra con que el pueblo ha entregado a Aarón todos los pendientes y collares de oro de sus mujeres e hijas, y, fundidos, han fabricado un becerro de oro, ante el cual ahora se arrodillan, bailan, cantan, y lanzan gritos entusiastas:
– Israel, aquí está tu Dios. ¡Adóralo!
Sabemos cómo aquella fiesta bacanal acabó en una tragedia espantosa. Moisés pulveriza el becerro, lo mezcla con agua, obliga al pueblo a beberla, y hace pasar a filo de espada a todos los idólatras culpables, que subían a tres mil… (Éx. 32,1-29)

A partir de este hecho, el becerro de oro es el símbolo de todos los que abandonan a Dios para adorar a los dioses que ellos mismos se escogen y ante los cuales se rinden: el dios del dinero, el dios del placer, el dios del sexo, el dios que sea… Dejan al Dios verdadero, espíritu puro que mora en los cielos, para darse a dioses materiales, los que satisfacen sus instintos, los que les hacen pasar buenos días aquí en la tierra, olvidándose del todo del mundo futuro. Para todos esos, lo espiritual no significa nada; lo que vale es lo material, lo que tienen entre las manos, lo que se puede disfrutar ahora, porque la Gracia de Dios y el Cielo que promete son para gente tonta…

Esto son los materialistas. Unos negadores de Dios. Unos esclavos del mundo presente. Unos despreciadores de los bienes futuros.
La actitud cristiana es lo más opuesto a la adoración del becerro proclamada y vivida por los materialistas. Esa actitud cristiana, que expresó de manera sublime el apóstol San Pablo, cuando escribía (2Corintios 4,16-18):
“Aunque la condición física de nuestro cuerpo se va desmoronando, nuestro ser interior se renueva de día en día. Porque las tribulaciones momentáneas y ligeras nos preparan un caudal eterno e inconmensurable de gloria a nosotros, que hemos puesto la esperanza no en las cosas que se ven, sino en las que no se ven, pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas”.

En los últimos siglos ha tomado el materialismo formas muy diversas en la sociedad, pero ha ido siempre a lo mismo, a decir: Dios no existe, Dios no importa; lo que cuenta es lo de aquí que vemos, no lo del más allá. Por lo mismo, a disfrutar de la tierra, a coronarnos de rosas antes de que se marchiten…

En el siglo dieciocho, aquellos filósofos impíos de la Enciclopedia se habían propuesto: que ninguna cena de la alta sociedad acabe sin alusiones al materialismo; después, lloverán las bombas sobre la casa del Señor. Y así fue. Los que se preciaban de ser gente alta y de distinción, habían de lucir su incredulidad, reírse de la Iglesia, despreciar la fe de los sencillos. De este modo, vino la moda y la elegancia de negar la Religión, a la vez que la de darse a la buena vida…

En el siglo diecinueve, Marx  solivianta a las clases menos favorecidas para que se hagan con el oro y la plata de los capitalistas. La filosofía del marxismo era: No hay Dios, no hay religión, no hay cielo futuro. ¡El paraíso está en la tierra! ¡A conquistarlo con las  armas!… Y de este modo, la clase obrera se dio a un materialismo feroz y a un ateísmo que combatía a Dios con todas las fuerzas.

El siglo veinte, después de las guerras espantosas en que se convirtieron aquellas ideas de los filósofos anteriores, nos ha legado un materialismo difuso, encarnado en un capitalismo materialista que hoy nos está atosigando. Se ha creado la sociedad del consumo, la del bienestar dentro de la globalización, la que no busca más que el oro y el placer, con una consecuencia fatal que está a la vista de todos: Dios no interesa. Los materialistas de hoy no discuten, y se dicen sencillamente: – Si Dios existe, bien; allá se quede en su cielo, que no vamos a pelear por ello. Lo que importa es disfrutar, cuanto más mejor.

Ante ese materialismo de siempre, y que en cada época se viste de formas diversas, nosotros los creyentes tomamos una posición serena y firme:
Creemos en Dios y en sus promesas.
Disfrutamos con gozo de los bienes presentes que Dios nos da.
Trabajamos por un mundo mejor, en el que reine la justicia y haya bienestar para todos.
Pero, más que nada, esperamos los bienes futuros, los que no vemos, pero que serán un día nuestros.  

Agonizaba aquella santa mujer, nos contaba el sacerdote que le fue a despedir llevándole por última vez el Cuerpo del Señor. Lo recibe la enferma, y habla por última vez al esposo y a los siete hijos pequeños:
¡Adiós! Me voy al Cielo. ¡Qué feliz he sido con la familia tan preciosa que el Señor me dio! Ahora me voy al seno de Dios. Allí les espero a todos, y confío que nadie faltará a la cita. ¡Adiós, queridos míos!
Y añadía el sacerdote:
– ¿Cómo es posible, al ver un cuadro semejante, apegarse a la tierra y no suspirar por el Cielo? Si yo hubiera sido materialista, entonces hubiera dejado de serlo. Allí hubiera querido ver yo a los que no creen. Hay algo más, algo más que el oro que muchos adoran…

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