Incrédulos, ¡gustad y ved!…
12. agosto 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: DiosEl apóstol San Juan, en el principio mismo de su Evangelio, nos dice:
– A Dios no lo ha visto nadie (Juan 1,18)
Sin embargo, vino Jesús y nos reveló quién era Dios. Más todavía, Jesús nos dijo:
– Los limpios de corazón verán a Dios (Mateo 5,8)
Los que tienen el alma limpia ven a Dios ya en este mundo, en el sentido de que son los únicos que descubren a Dios en todo; y lo verán después, cara a cara, sin velos, sin misterios, en una gloria futura que no acabará jamás.
Esto, que lo sabemos muy bien todos cuantos tenemos fe, empieza a resultar un enigma y un problema indescifrable para tantas personas que nos rodean. ¿Por qué no ven a Dios? ¿Por qué se alejan de Dios? ¿Por qué no tienen la dicha de descubrir a Dios en todas las cosas?…
Nos encontramos, ante todo, con los incrédulos, con los que niegan a Dios, con los que dicen que Dios no existe. Van repitiendo de mil modos lo que le pasó a Napoleón con uno de los generales que le acompañaron en la prisión. El general descreído pregunta:
– Pero, ¿qué es eso de Dios? ¡Usted no lo ha visto nunca!
Napoleón sería lo que fuese, pero se mostró creyente y respondió con energía:
– ¡Tampoco usted ha visto nunca mi espíritu! Sin embargo, al contemplar mis triunfos militares en el campo de batalla, usted dijo de mí que tenía un espíritu grande. ¿Y qué son mis éxitos y todas mis obras en comparación de las obras del Dios omnipotente? ¿Por qué al ver las obras magníficas de la creación no ha de descubrir usted al Creador de todo?…
El general hubo de callar, pero no por eso descubría a Dios. Y es que para ver a
Dios se necesita humildad y conciencia limpia.
Otros, sí, otros creen en Dios, pero en un dios que se han fabricado ellos mismos. No nos cabe a nosotros en la cabeza lo que leemos miles de veces en la Biblia y sabemos por la historia de pueblos grandes como Roma: ¿es posible tener por dioses a simples estatuas de madera o de piedra que se ha hecho el mismo hombre?
El mártir San Sebastián era un valiente militar muy apreciado del emperador Diocleciano. Descubierta su condición de cristiano, el emperador le exige renunciar a Jesucristo:
– ¿Por qué no adoras los dioses del Imperio?
Y Sebastián, soldado de Cristo antes que del Emperador, responde valiente:
– ¡Por tu salud, Emperador! Yo he adorado siempre a Cristo y a Aquél que está en los cielos, porque juzgo que es una insensatez pedir auxilio y protección a ídolos de piedra.
Hoy siguen las cosas igual. Sólo que se han cambiado los ídolos de piedra por los ídolos de papel de banco, o ídolos del sexo, del alcohol y de la droga, del deporte, de la pantalla o de la pasarela… Estos ídolos son como anteojos de plomo usados por muchos, y con los cuales resulta un imposible contemplar y servir al Dios único y verdadero.
Menos mal que, por más que crezca en el mundo esa incredulidad ciega, son también muchos, muchos —entre los cuales nos encontramos felizmente nosotros— los que por nada dejan de caer de rodillas ante el Dios del cielo y de la tierra, que se nos ha revelado en nuestro Señor Jesucristo y se nos ha dado por su Espíritu Santo. San Pablo nos asegura que solamente el Espíritu de Dios conoce las profundidades de Dios (1Corintios 2,10). Y el Espíritu Santo da a conocer esas profundidades y esos misterios sólo a los que buscan a Dios con fe, con humildad y con ilusión.
Detrás de cada ídolo se esconde el enemigo de Dios y del hombre. Ese enemigo sabe ocultar su cara con apariencias atractivas.
A unos les dice como a Jesús en la primera tentación:
– Come, bebe y pásala bien…
Les ofrece la comodidad y el placer como su dios. Hoy este dios tiene muchos seguidores en una sociedad que se distingue por su hedonismo, por su ansia insaciable de placer.
A otros les halaga:
– Hazme caso, y tírate por dónde yo te diga…
Su dios va a ser la popularidad, a base de espectáculos que son un derroche descarado de dinero cuya moralidad es muy cuestionable.
A otros les promete con descaro:
– Todo te lo doy si me adoras…
Su dios será el dinero y el poder, dios que robará la adoración debida al único Dios verdadero.
Desde los tiempos de Jesús, a todos éstos les sobra Dios, porque tienen otros dioses que lo sustituyen. Aunque, si llega el momento en que con valentía saben responder al enemigo como respondió Jesús al tentador —¡No quiero!—, entonces el Espíritu de Dios se les manifiesta generoso y se hacen también con la salvación.
Entre tantos incrédulos, los creyentes somos muchos, gracias a Dios. Nosotros queremos hablar de Dios a los que no creen, y les decimos con el salmo de la Biblia (33,9): ¿Ya habéis probado lo bueno que es el Señor? ¡Dichoso el que se acoge a Él, al Dios que tanto nos ama!..