Una vida de testimonio

23. agosto 2013 | Por | Categoria: Reflexiones

Se le preguntó a un joven muy aficionado a la lectura:
– ¿Qué sientes tú al devorar tanto libro religioso?
Y el chico, sin más pensarlo, respondió con unas palabras inspiradas en su autor favorito (Tihamer Toth):
– Cada vez que digo las palabras del Credo: Creo en la Iglesia, que es una santa, católica y apostólica, siento como una corriente eléctrica por todo mi sistema nervioso, que no sé cómo a estas horas no he caído ya electrocutado. Cada vez me resultan un schock. Y le digo a Dios, al verme todavía vivo: ¡Gracias, Señor, por ser también yo católico!

Siempre nos han llamado poderosamente la atención esas páginas de la Biblia en las que vemos cómo hombres y mujeres valientes han hecho profesión de su fe en el Dios de Israel, y después, en Jesucristo.
Los tres jóvenes ante el rey Nabucodonosor: -Sabe, oh rey, que nosotros no te obedecemos ni adoraremos la estatua del dios que has erigido, aunque nos eches al horno ardiendo (Daniel 3, 16 ss)

Los hermanos Macabeos, al final, por boca del más pequeño: -No obedezco la órdenes del rey, sino a la ley de Dios dada por Moisés (2Macabeos 7)
Pedro y Juan, ante la asamblea de los judíos: -Seguiremos hablando de Jesucristo, conforme a todo lo que hemos visto y oído. ¡No les obedecemos, pues antes hemos de obedecer a Dios! Y lo repite después en nombre de todos los doce: -Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos 4 y 5)
Esa valentía no es un orgullo tonto, sino una convicción, un don de Dios y un deber.
Porque Jesús había dicho: -A quien me niegue a mí delante de los hombres, yo también lo negaré a él delante de mi Padre celestial.

Y que es un don de Dios, lo vemos por las palabras que salen sin pensarlas de labios de los confesores de la fe, conforme a lo del mismo Jesús: -No os  preocupéis por vuestra defensa, pues el Espíritu Santo os sugerirá lo que habéis de decir y será Él quien hable por vuestros labios (Mateo 10, 19-20, 32-33)
Esto que ha ocurrido siempre en la Iglesia con mártires innumerables, es también lo normal en la vida ordinaria nuestra. Cuando vivimos conforme al Evangelio, nuestra vida se convierte en un testimonio, normalmente silencioso, pero no por eso menos eficaz.

El Papa San Pío X, nos lo recordaba al decirnos que “la característica llamativa de todos los miembros de cualquier obra católica, debe ser necesariamente la manifestación pública de su fe por la santidad de su vida, por la integridad de las costumbres y por la escrupulosa observancia de las leyes de Dios y de la Iglesia”.

Los gestos que podemos realizar para profesar nuestra fe son siempre oportunos, nobles, generosos.
Como el del oficial romano, condenado a muerte por negarse a dar culto al César. Le aconsejan: -No digas nada. ¡Calla! Y confiesa a Cristo sólo con tu corazón. Pero el soldado: -¿Cómo? ¿No dar yo testimonio de mi fe con todo lo que soy? Quien me dio el corazón me dio también la lengua, y confieso con la lengua lo que soy en el corazón. Naturalmente, su cabeza cayó bajo el golpe de la espada… (El mártir Gordio)

Nuestra fe nos empuja a ser unos pregoneros avanzados del Evangelio, que es la “Buena Noticia” de la Salvación. ¿No conocemos todos la rivalidad que existe entre los reporteros de los medios de comunicación social por avanzarse en dar las grandes noticias? Aparte de prestigio, les resulta un enorme negocio.  

Éste es el caso del creyente en Jesucristo. Sabe lo que es la Salvación realizada por Jesucristo, y son muchos los que la desconoces, o la saben a medias, o la combaten incluso. Todos ellos merecen que la verdad se les manifieste en toda su verdad y su grandeza. Y eso es lo que pretende el testimonio de la fe: hacer conocer y apreciar, para que sea mejor vivida, la enseñanza proclamada por Jesucristo, cual, por otra parte, nos encargó el hacerlo hasta con entusiasmo: “Esto que os digo yo en privado, anunciadlo vosotros desde las azoteas” (Mateo 10,27)

Con ello, no sólo haremos conocer la Buena Noticia, sino que nos resultará también un negociazo cara a la eternidad: “Alegraos, porque vuestros nombres están escritos en los cielos” (L.10,20). Los reporteros de la Buena Noticia de Dios —¡y notición como éste no lo han comunicado nunca los periódicos, la radio o la televisión!— tendrá unos honorarios que para sí los quisieran muchos…

Esto ocurre con el testimonio cristiano. Aunque parezca que no hace nada, al proclamarlo se confiesa y se prueba la fe, y la gente no se queda pasiva. La palabra de la fe, penetra. La enseñanza se mete en las mentes y ahonda en las conciencias. El ejemplo de la vida interroga, cuestiona, inquieta, y es así cómo el Reino de Dios se implanta o se acrecienta por obra de tantos confesores de la fe.

Un soldado agonizaba en el frente. En un esfuerzo supremo se unta el dedo en su sangre, y escribe en la pared del barracón: “Creo en Dios”. Es herido después otro soldado que lo ha visto; está apunto de morir también, y confiesa: -He vivido siempre alejado de Dios. Pero ahora, ¡creo yo también! Y como éste mi compañero, quiero morir cristiano en la Iglesia Católica  (En la batalla de Argonne)

Dar testimonio de la fe enardece. Aquel muchacho, con el Credo, sentía una corriente eléctrica por todo su cuerpo. La sentimos igual nosotros, porque nos la comunica Jesús, que nos encargaba: Sean mis testigos hasta el confín de la tierra…

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