Generosidad

6. septiembre 2013 | Por | Categoria: Reflexiones

Un hecho de la vida del Papa Pío XI, que me ha llamado la atención por la simpatía que entraña, me inspira el tema de nuestro mensaje de hoy: la generosidad.
Bien. Aquel Papa que tanto recuerdo dejó en la Iglesia por su magnanimidad, recibe un día en audiencia a un Arzobispo francés, el cual le habla de la obra del Seminario:
– Santo Padre, el Seminario me cuesta mucho, pero es la primera necesidad. Sin muchos seminaristas, no tendré nunca los sacerdotes necesarios, y los seminaristas no pueden por sí mismos mantener sus elevados gastos, pues Dios escoge a muchos de familias más bien humildes.
El Papa escucha atento, abre una gaveta de su escritorio, y saca un paquetito:
– Mire, billetes de Banco, y precisamente de francos franceses. Tendré mucho gusto en ayudarle.
El Papa empieza a contar, ya lleva unos cuantos billetes entre sus dedos, y se para de repente:
– ¡No! No cuento más. Se lo doy todo. La bondad de Dios no tiene límites. Si Él lo da todo, nosotros hemos de hacer lo mismo.
El Arzobispo se emociona: -¡Gracias, santo Padre, gracias!
     – No; las gracias se las doy yo a usted, que me ofrece la ocasión de poder dar. Es mucho más dichoso el dar que recibir.

Naturalmente, que nosotros ahora no vamos a hablar del dar simplemente a cualquiera, como puede ser un amigo, sólo por amistad, por hacerle un obsequio, por demostrarle lo mucho que lo apreciamos. Eso está muy bien, es cortesía, es elegancia, es virtud social digna de encomio.

Al ver nosotros al necesitado, pensamos con el Evangelio, en el cual nos dice tan reiteradamente Jesucristo que, cuanto hagamos por un hermano en necesidad, se lo hacemos a Él en persona.
La ayuda al necesitado, nacida del corazón, es tan propia del espíritu cristiano que no se concibe un discípulo de Cristo sin entrañas de misericordia.

La Historia de la Iglesia está hecha de heroísmos de caridad, desde Pablo, que hace una magna colecta entre todas las Iglesias del Asia y de Grecia para los pobres de Jerusalén, hasta la Madre Teresa de Calcuta, que nos ha asombrado en nuestros días.
Y es que no puede ser de otra manera. El Dios que es amor se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Si el cristiano es amor, como lo es Dios, ¿cómo no va a producir obras de amor? Jesús mismo lo expresó de esta manera, cuando nos dice que al dar, lo demos todo de dentro, es decir, nacido del corazón. Por salir de un corazón limpio, lo que se da con amor limpia el alma de toda culpa, mucho mejor que cualquier otra penitencia (Lucas 11,41)

Siempre lo ha pensado la Iglesia así. Siempre la Iglesia ha querido estar para los pobres. Pero en nuestros días ha ido más lejos. Hoy quiere llamarse y ser la Iglesia de los pobres. Porque su amor, manifestado y llevado a todos sin distinción, se quiere volcar de modo especial sobre todos los que, víctimas de la injusticia social, se han convertido en sus hijos más queridos.

El amor lleva a los extremos. Y en esto de dar al pobre se han dado en la historia casos innumerables, muchos verdaderamente divertidos. Como el de aquel Arzobispo de Braga, en Portugal. Era famoso por su largueza. Le llegó la hora de retirarse, y se encerró en un monasterio. Pronto los pobres de los contornos descubrieron su escondite, y él daba siempre todo lo que llegaba a sus manos. Un día, le reclaman los de casa:
– Pero, ¿por qué usted duerme en el suelo? ¿Y la cama?…
Al quedarse sin nada para dar, la cama la había lanzado a un pobre desde el ventanal de su habitación que daba al campo.
Como los pobres lo supieron, la cama desaparecía tantas veces cuantas camas le ponían de nuevo. Hasta que el Arzobispo hubo de ser cambiado a otra habitación desde donde no pudiera ver a los pedigüeños, porque no había presupuesto en el monasterio para reponer tantas camas…

Esta largueza para dar al que necesita, ha tenido en la Iglesia los maestros a montones. Desde ese documento antiquísimo —más antiguo incluso que algunos libros del Nuevo Testamento—, que decía con cierto retintín: No seas de los que extienden la mano para dar y la encogen para recibir (Didajé)
Siguiendo el pensamiento de Santiago, cuando dice en su carta que la misericordia se ríe del juicio, y que la bondad cubre la multitud de pecados, los dichos célebres de los mayores Santos y Doctores de la antigüedad cristiana llenan páginas enteras. Dos testimonios nada más.

San Ambrosio nos dice: -Más valioso es el dinero en el plato del pobre que en la bolsa del rico. ¡Cuidado! No encierres la salud del indigente en tu cajón del dinero, ni en un ataúd la vida de los pobres.
San Juan Crisóstomo pone en labios de Jesucristo estas palabras: Mientras guardas el dinero, no lo tienes seguro; pero si me lo confías a mí en mis pobres, yo te lo guardaré todo cuidadosamente, y te lo restituiré todo a su debido tiempo con alto interés. Porque yo no lo recibo para quitarlo, sino para aumentarlo y guardarlo con seguridad.

Damos la razón al Papa del fajito de los billetes de Banco: Dios no cuenta lo que da Él, porque lo da todo sin reservarse nada. Pero cuenta, y sin equivocarse ni un centavo, lo que nosotros le damos a Él en los necesitados.
Y sabemos, eso sí, que lo multiplica por diez, por mil, por un millón —¡vete a entender las matemáticas de Dios!— para devolverlo todo al donante en el momento oportuno…

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