El Padrenuestro

18. noviembre 2020 | Por | Categoria: Dios

Es muy conocida la anécdota de aquel barco que naufragó y puso a todos los pasajeros a las puertas de la muerte. Allí había hombres y mujeres de diversas religiones, y, ante el peligro inminente, todos se encomendaban secretamente a Dios. Un sacerdote católico, demostrando gran serenidad, ofrece a todos su ayuda: ¿Por qué no rezamos algo que todos podemos aceptar? ¿Les parece bien que recemos el Padrenuestro, enseñado al mundo por Jesucristo? Nadie rechazó invitación tan cordial, y, en medio de las aguas embravecidas, se elevó al cielo la oración más bella que sale de nuestros labios.
En el año último de preparación al Tercer Milenio se nos proponía intensificar la oración del Padrenuestro, porque es el compendio o resumen de toda la doctrina sobre Dios como Padre nuestro.

¿Necesitamos muchas explicaciones para entender la oración que nos enseñó el mismo Jesucristo? Ciertamente, que no. El Padrenuestro lo entiende un niño, le saca gusto un analfabeto pero que tiene fe, y deja pasmado de admiración a un sabio. El Espíritu Santo se encarga de dictar a cada uno el sentido que debe dar a cada palabra según sus propias necesidades. Pero, indiscutiblemente, el esforzarnos en entender el significado que dio Jesucristo a  cada petición, nos ayuda a todos a sacar el máximo provecho y también el  gusto más exquisito a la mejor de las oraciones.

¡Padre! ¿Sabemos lo que significa llamar Padre a Dios, la carga de ternura que encierra, la confianza que inspira?… Nos vienen a la mente las palabras del apóstol San Juan: El amor echa fuera todo temor. ¿Qué miedo vamos a tener a Dios si le llamamos Padre, y sabemos que lo es de verdad? ¿Y cómo no va a crecer continuamente dentro de nosotros el amor a Dios y a los hombres, si le llamamos miles de veces Padre, y Padre nuestro, Padre que nos abraza a todos como hijos y nos estrecha a todos como hermanos?…

Nos preguntamos después: ¿y dónde está ese nuestro Padre? Al decirle que estás en el cielo, aceptamos que Dios es más grande que todo lo creado, que sobrepasa todas las cosas, que el es Creador de todo y que todo le está sometido. Confesamos la grandeza soberana de Dios y le tributamos de este modo la gloria que le deben rendir todas las criaturas. Por muy familiar que se nos haya hecho Dios, siempre será Dios el Dios infinitamente grande, el Todopoderoso y el Eterno. El que mora en un Cielo que nos tiene prometido y que nos dará, un Cielo al que nunca llegaríamos nosotros, pero que será nuestro desde el momento que es la morada de nuestro Padre Dios…

¿Y qué le significamos cuando le decimos que sea santificado su nombre? Nombre, para un judío de los tiempos de Jesús, era lo mismo que la persona, y, por lo mismo, le deseamos y le pedimos a Dios que El, Dios, sea conocido por todos los hombres, que sea respetado, que sea amado, que sean conocidas las obras de la Creación y la Redención obrada por Jesucristo. Es lo mismo que desear y pedir: ¡Bendito, y alabado, y amado seas, Dios mío, en la tierra como en el cielo!
Y le seguimos pidiendo su glorificación con otra súplica preciosa: ¡Que se cumpla tu voluntad! Con estas palabras le decimos lo mismo que con las anteriores, pero aplicándolas ya mucho más a nosotros: que venga su Reino —pues ésta es la voluntad de Dios—, y que ese Reino empiece por nosotros mismos al saber aceptar la santidad del Reino traída por Jesucristo. San Pablo nos lo dice con su energía de siempre: Esta es la voluntad de Dios, que seáis santos. Y, sin más, nos ponemos constantemente en la misma actitud de María, nuestra Madre, que le responde a Dios por el ángel: ¡Aquí estoy! ¡Que se cumpla en mí su Palabra, que se haga su voluntad!

Con esta súplica se nos llena el corazón de paz cuando viene la tribulación, cuando llegan las contradicciones de la vida. Cualquier cosa que nos acontece está permitida por Dios para nuestro bien, aunque no entendamos los hilos de la trama, a veces muy enredada. Pero sabemos besar la mano amorosa de Dios, que todo lo ordena para nuestro bien.

Al pedirle a Dios: Danos hoy nuestro pan de cada día, en realidad le pedimos el pan, el arroz y los frijolitos, las tortillas y todo lo que quepa en la canasta familiar. Le pedimos que nos dé todo lo necesario para la vida, para nosotros y para todos los hombres a los que les falta todo. Le pedimos que vaya bien la cosecha. Que el niñito no se enferme. Que salgan bien los niños en la escuela. Que prospere el negocio. Que no nos quedemos sin trabajo. ¡Y tantas y tantas cosas más!

Como tenemos conciencia de que somos pecadores y que merecemos los castigos de Dios —castigos que serían eternos y sin remedio—, le pedimos que sea bueno de verdad con nosotros y nos perdone lo mucho que le hemos ofendido. Por nuestra parte, prometemos a Dios dar nuestro generoso perdón al hermano que nos ha ofendido, porque queremos la paz con todos: con los hombres, igual que con Dios.

Finalmente, al haber roto con el Bautismo toda alianza con Satanás, le pedimos a Dios que esté al tanto con nosotros y que no nos suelte de la mano. Queremos la salvación eterna, y queremos también vernos libres de los males metidos por Satanás en el mundo con aquel primer pecado del paraíso. ¡Líbranos del Maligno y de todos los acontecimientos malos que el maldito nos puede traer!…

Cuanto más meditamos el Padrenuestro, más misterios, más gracias, más riquezas descubrimos en él. Cuanto más lo rezamos, más lo queremos seguir rezando. Es imposible encontrar oración más bella, más completa, y, sobre todo, una oración que más mueva el corazón de Dios. Cada vez que la rezamos, el Padre sigue oyendo la voz de Jesús que nos la dictó. Y Jesús, cada vez que nos la oye, le dice al Padre: -Si, Padre, hazles caso. Es lo que yo les dije que te pidieran. Es lo que te sigo pidiendo yo por ellos. Y a mí, Padre mío, Tú no me niegas nada, ¿verdad que no?…

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