Un aguacero bienhechor

29. noviembre 2023 | Por | Categoria: Gracia

Iba de viaje Santa Teresa de Jesús con algunas de sus monjas para una fundación, cuando le salen angustiados al camino unos campesinos castellanos:
– ¡Madre Teresa! ¡Madre Teresa! Por favor, rece por nosotros. Mire nuestros campos resecos. Vamos a perder muestras cosechas y el hambre se nos va a venir encima….
La Madre Teresa, con su decisión de siempre, no pierde un momento, y ordena sin más a sus monjas:
– ¡Venga! A rezar todas. Empiecen las Letanías de los Santos.
El grupo se pone a rezar, y aún no ha acabado el rezo, cuando empieza a llover en abundancia, sin que el aguacero cese en toda la noche…

¿Y otro caso de los principios de nuestra América?… Los indios tienen fe en el capitán Hernán Cortés, al que ven muy devoto de su Dios, y se le presentan con las cañas de maíz secas: -Si no llueve, nos vamos a morir de hambre. El Capitán los anima: -Le vamos a pedir a Dios y a su Madre el agua. Confíen.
A la mañana siguiente van todos a Misa, comulga Hernán Cortés, y ordena después salir en procesión de Rogativas. El cielo está sereno, pero pronto se encapota y, dice el historiador con gracia:
– Súbito vino tanta agua, que antes que llegasen a los aposentos, que no estaban muy lejos, ya iban todos hechos agua; esto fue grande edificación y predicación a los indios (Motilinia)

¿A qué vienen ahora estos casos?…
Nos asusta nuestra sociedad en muchos sectores, y con razón. Como comprobamos tantas veces, la sequía espiritual es muy intensa. O por el debilitamiento y hasta la pérdida de la fe; o por unas costumbres neopaganas muy preocupantes; o por el afán desmedido de comodidad y de placer; o por la injusticia que a muchos les cansa y aburre en su esperar…, por las causas que sean, el caso es que la tierra de las almas está cada vez más reseca.
¿Y quién le devolverá el frescor? ¿quién la hará de nuevo fértil? ¿quién asegurará las cosechas abundantes para el Cielo? ¿quién traerá incluso ahora la paz, la alegría, el soñado bienestar para todos?…
Estamos bien convencidos de que sólo en Dios podemos poner la esperanza.
Y tenemos razón. Pero esa agua bienhechora de la bendición de Dios solamente vendrá sobre el mundo cuando haya hombres y mujeres que obliguen al Cielo con la fuerza de la oración.

Decimos esto nosotros que tenemos fe, y si nos oyen los del bando contrario hasta se pueden burlar de los ingenuos que aún creemos en cosas semejantes. Y no hablamos ni de rezos, ni de novenas, ni de procesiones de rogativas…  Sino sencillamente del espíritu cristiano y sobrenatural que antes caracterizaba a nuestros pueblos y que se manifestaba con la mucha oración de los creyentes.
En la lucha moderna de la Iglesia contra la incredulidad o la indiferencia que se echa encima, el volver a la oración será más eficaz que cualquier remedio que nosotros queramos inventar. Si la impiedad es fuerte, más fuerte y poderosa es la ayuda que viene de Dios. Porque “las manos levantadas arrollan más batallones que las manos que manejan las armas” (Bossuet)

Cuando la fe era escarnecida y el presumir de incrédulo lucía entre el mundo universitario, un abogado y profesor ilustre no se desdeñaba de profesar su fe y su fidelidad a Dios por medio de largas horas dedicadas a la oración.  Y ante los que le criticaron más de una vez, escribió esta humilde y valiente confesión:
– A quien me acuse de espíritu tímido y pusilánime, le diré que sólo en la oración alcanzo fuerza y dignidad. Que si tengo carácter —y tengo mucho más que todos los liberales pasados, presentes y futuros—, lo debo a la oración. Que si mis estudios producen algo, lo debo a las bendiciones de la oración. Y a quien me acuse de desperdiciar el tiempo, le diría que por la eficacia consoladora de la oración, yo no pierdo el tiempo en los teatros, en los cafés, en las mil inutilidades de una vida disipada, pues la oración me hace amar el silencio, el recogimiento, la soledad, el trabajo.

¿Era acaso un cualquiera quien escribía unas líneas semejantes? No. Fue un profesor ilustre que contribuyó notablemente a sanear el ambiente frívolo de la universidad, a prestigiar la ciencia, a moralizar las costumbres de los que le rodeaban. Por algo aquel profesor está hoy en los altares, vestido de civil y admirado de todos: el Beato Contardo Ferrini…

Cuando la Iglesia, por el Concilio, nos ha dicho a los laicos que somos los encargados de salvar al mundo metidos como el fermento dentro de la masa, conforme a la expresión del mismo Jesús en el Evangelio, ya se ve que no queda nadie excluido de esta misión gloriosa. La oración sale lo mismo de los labios de un profesor que de los labios de una obrera doméstica.
Como Zita, la empleadita santa, que sin salir de la casa en que servía, esparció por doquier un perfume celestial, fiel a su lema: -Las manos en el trabajo y el corazón en Dios.
Muchas veces se nos habla de la oración como de asunto personal, de algo imprescindible para la salvación propia. Y es cierto. Desde hace ya más de dos siglos en que lo dijera, aún no ha sido desmentido el Santo Doctor de la Iglesia que sentenció: -Quien ora se salva, quien no ora se condena (San Alfonso de Ligorio)
Cierto. Pero, ¿pensamos lo mismo de la sociedad?… Sociedad sin ningún ciudadano que rezara sería una sociedad agónica, prácticamente muerta.
Mientras que sociedad que cuente con muchos ciudadanos de fe y que oran, es una sociedad que está salvada. Por eso, los grandes bienhechores del mundo son las personas que más rezan.

Teresa por los campos de Castilla, el Conquistador católico por las tierras americanas, nos siguen diciendo hoy lo mismo que en sus días: que con la fuerza de la oración le venga encima un fuerte aguacero a la sequía de las almas. Veríamos qué pronto cambiaba de aspecto la visión del mundo… 

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