¡Ser gracia!…

20. diciembre 2023 | Por | Categoria: Gracia

San Ignacio de Loyola es uno de los hombres más sensatos que ha tenido la Iglesia cuando se trata de tomar una resolución para la vida espiritual, cristiana y apostólica. Pero un día les pareció a algunos de sus compañeros de la naciente Compañía que se excedía en su opinión, pues llegó a decirles:
– Si Dios me diese a escoger entre ir inmediatamente al Cielo a gozar de la felicidad eterna, o permanecer aún en esta vida largo tiempo, incierto de mi perseverancia, preferiría quedarme aquí.
Le replicaron, naturalmente, y con energía:
– Pero, Padre Ignacio, ¿qué dice? ¿Exponer la salvación propia para salvar a otro?
Ignacio respondió con energía mayor:
– Sí. ¿Es acaso Dios algún tirano que, viéndome arriesgar mi salvación por ganarle almas, haya de querer después arrojarme en el infierno?…
Vendrá después un San Juan Bautista Vianney, y dirá los mismo con otras palabras: -Si yo estuviese con un pie dentro del Paraíso, pero aún pudiera salvar a una persona en la tierra, no dudaría ni un momento en volver al mundo para salvar esa alma.
Desde luego, que Ignacio discurría según le dictaba su magnífico corazón, lo mismo que el querido Cura de Ars. Y uno piensa que los dos tenían muy presentes aquellas palabras con que el apóstol Santiago acaba su carta:
– Si alguno se desvía de la verdad y otro lo convierte, sepa que el que convierte a un pecador de su extravío, se salvará de la muerte y obtendrá el perdón de muchos pecados.

Este pensamiento nos lleva hoy a una reflexión muy grata al cristiano de nuestros días, cuando se ha tomado en la Iglesia conciencia del deber del apostolado. ¡Son muchas las almas que nos necesitan! Y es cuestión de encontrar valientes y generosos que se pongan a disposición de Jesucristo para hacer llegar su  salvación a muchos hermanos, necesitados de la Vida divina de la Gracia y, después, de la Gloria eterna.

Dios ha sido espléndido con nosotros los creyentes al darnos su Gracia, y nosotros queremos devolverle favor por favor, trabajando por que esa Gracia suya llegue también a muchas almas como las nuestras.
En el Bautismo nos infundió su Vida Divina —es lo que llamamos la “Gracia”—, y nos dijo: -¡A trabajar! ¡A hacerla rendir! ¡A crecer! ¡A llegar al colmo, hasta rebosar!…  
San Pablo lo llamará a este aumentar la Gracia con fórmulas muy precisas y muy suyas: “Hasta que Cristo se forme en vosotros” (Gálatas 4,19), “Hasta alcanzar en plenitud la talla de Cristo” (Efesios 4,13).
Esto es un ideal sublime, fantástico.  
Pero, ¿hay que quedarse aquí? ¿No falta algo en estas fórmulas a nuestro ideal cristiano? ¿Tenemos bastante con tener la Gracia como un tesoro muy nuestro, sin pensar en los demás? ¿Aceptaremos el ser ricos hasta la opulencia, dejando a los otros en pobreza casi extrema?…
Aquí viene la respuesta generosa: -No; eso que yo tengo no es sólo mío. Esa riqueza de la Vida de Dios no la voy a tener sólo yo. Esa Gracia la quiero para todos, porque a todos ha de llegar la salvación.

Dicen que el demonio, por ser espíritu, no puede cometer más que dos pecados: el de la soberbia y el de la envidia. Por eso, llevado de su envidia, nos tiene declarada una guerra feroz a los hombres, porque nos ve destinados a esa gloria que él perdió para siempre.
El cristiano, desde luego, hace todo lo contrario de Satanás. Con un corazón tan generoso que quiere ser como el del mismo Jesucristo, no solamente no conoce la envidia, sino que sueña únicamente en que la felicidad de la Gracia y de la Gloria futura sean para todos. -Cuanto más seamos en el Cielo, se dice el cristiano, más felices seremos todos en la Gloria de Dios…

La felicidad o la desgracia eterna de los hombres es lo que movió a Dios a enviar su Hijo al mundo para salvarlo. Esta misma perspectiva de la dicha o la desgracia de los hombres sus hermanos es la que impulsó a Jesucristo a ir hasta la cruz. Y este es el motivo que impulsa a tantos apóstoles en la Iglesia a repetir las palabras de Pablo:
– Me gastaré y me desgastaré por vuestras almas (2Corintios 12,15)
Palabras que un santo sacerdote irlandés, rendido del trabajo, comentaba a su manera: -¿Me dices que no trabaje tanto, que voy a quedar fuera de combate? ¿Pero, cómo puedo estarme quieto cuando hay tantas almas que salvar? ¿No es mejor acortar un poco la vida, para hacer el bien a los demás, antes  que oxidarse por la inactividad?… (P. Doyle S.J.)

Esta es la raíz de lo que llamamos el “celo por la salvación de las almas”. De lo que llamamos también en la Iglesia el “apostolado”
Aquí en la tierra, este celo busca con el apostolado el bienestar de todos los hombres, porque todos tienen derecho a una vida digna de los hijos de Dios.
Pero, cara a la eternidad, busca una salvación muy superior: la que libra de una perdición eterna, y la que lleva a una felicidad sin fin.
Por eso el cristiano se entrega a trabajar por la salvación de los demás. Se pone a disposición de Jesucristo, y le dice: -¿A quiénes y a dónde quieres que lleve tu salvación? ¿Qué ayuda te puedo prestar?… En agradecimiento a tu Gracia conmigo, yo quiero ser en tu mano gracia para los demás.

Trabajar por la salvación de los hermanos —empezando por el apostolado de la oración, que es el más importante, el más eficaz, el más decisivo—―se ha convertido en la Iglesia de hoy para muchos cristianos en un sueño bendito, que los impulsa a mil formas de apostolado y los convierte, con su entrega, en el orgullo de Jesucristo y en la gran esperanza de la Iglesia.
Jesucristo, por su parte, le dice a cada uno, como al generoso Ignacio:
-No temas, que tú estás bien seguro…

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