Marcados por Dios
30. diciembre 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: DiosLos antiguos romanos tenían una costumbre bárbara con los pobres esclavos. Muchas veces los marcaban con fuego —igual que se hace con el ganado— para que, si se escapaban, fueran inmediatamente reconocidos, remitidos a su amo y, la mayoría de las veces, para hacerlos parar en la cruz. Era inútil cualquier reclamación. El amo era dueño absoluto de aquella vida…
Desde luego que, al pensar ahora en Dios, vamos a quitar de Dios cualquier idea de crueldad. Dios bueno y misericordioso, lleno de bondad y Padre nuestro, es todo amor y no busca más que nuestro bien.
Pero sí que hemos de atribuir a Dios eso de que nos tiene marcados como cosa y posesión suya. No con fuego torturador, pero sí con una señal invisible, todos nosotros llevamos una marca misteriosa que manifiesta a las claras de quién somos propiedad.
Propiedad, que trae una consecuencia clara como la luz del sol: si soy de Dios, de Dios es mi actividad entera: yo debo hacer lo que Dios disponga. Aunque nuestro espíritu rebelde, nuestra dignidad personal, nuestro afán de independencia —y saquemos todas las razones que queramos— nos parezcan decir lo contrario. Soy libre, pero siempre deberé sujeción a Dios, mi dueño.
Santa Teresa de Jesús lo cantaba con una letrilla tan simple como profunda: Vuestra soy, para Vos nací. ¿Qué queréis, Señor, de mí?…
Esto de la dependencia de Dios se ve sometido a duras pruebas en la sociedad de hoy. Al legislar los Estados contra el querer de Dios en muchas cosas, llevan el liberalismo, la democracia y la libertad a términos inaceptables.
¿Son los Estados, con sus cámaras legislativas, los únicos en independizarse Dios? No; su manera de actuar incide irremisiblemente en las personas singulares.
Por ejemplo, si la Nación aprueba el aborto, no será en la Asamblea donde se practicará el aborto; será una persona particular la que dirá: Puedo hacerlo, desde el momento que la ley me lo permite.
Por ejemplo, todos el domingo se toman el merecido descanso, aunque dejando de lado sus obligaciones religiosas. En ese todos está metida la práctica general del abandono de Dios. Será ahora una persona particular la que dirá: Eso de ir a Misa era antes, ahora ya no.
Por ejemplo, en libertad sexual se ha avanzado mucho, y la sociedad, como tal, nunca se golpeará el pecho. Y porque nadie ve mal las cosas que se hacen, esa persona particular tampoco se lo golpea, y acalla los gritos de su alma, diciéndose para convencerse: Las costumbres han cambiado mucho…
De aquí que nosotros nos ponemos al tanto para que esas ideas modernas —que muchos las tienen por muy avanzadas— no se infiltren en nuestro espíritu y nos lleven a actuar alejados de Dios, como si Él se olvidara de todo aquello que le pertenece.
Nosotros sabemos que somos de Dios, y actuamos en consecuencia.
Seguimos la norma que se trazara aquel buen San Alonso Rodríguez, que después de enviudar, y dejado muy en orden su casa, se abrazó con la vida religiosa como Hermano Coadjutor en la Compañía de Jesús. Tomando comparación de la hacienda que había dejado, le habla a Dios con lenguaje de niño y un estilo que traducimos así:
– Señor mío, yo no soy mío, sino tuyo. Tú me has hecho y dado el ser que tengo, pues soy hacienda tuya. Soy un gusanillo y nada más. Pero me pongo y entrego todo en tus manos. Haz de mí conforme a tu voluntad, pues soy tuyo. Y en esto tendré yo mi gozo y mi contento: en entrenar mi corazón y mi voluntad para que se entreguen a su Dios con alegría, para que el Señor haga lo que quiera de su hacienda, y por mi parte con mucha tranquilidad y paz.
Esta manera de hablar del bendito San Alonso nos parece muy ingenua. Pero es la lección suprema del Evangelio, que se cifra en esta súplica de Jesús al Padre: ¡Que no se haga mi voluntad, sino la tuya!
Una disposición semejante no se adquiere sin más. Eso de estar en todo acorde con el Dios de quien somos propiedad, lo hacen sólo aquellos que no miran las costumbres del mundo que se independiza de Dios; lo hacen solamente los que tienen el coraje de saber y confesar que son de Dios. Como aquel compañero nuestro, muy querido de todos. En la plenitud de su vida, aparece el cáncer maligno y debe someterse a una operación muy problemática. Pero la respuesta desconcertante del amigo era la de un santo:
– No me preocupa nada, pues yo sólo me atengo a la palabra de Jesús. ¡Que se haga tu voluntad!
Un conocido filósofo y sociólogo italiano, hombre sabio y santo —por algo va hacia los altares, escribió con pulso firme:
– Confieso firmemente que vengo de Dios, y, por lo mismo, que todo lo que hay en mí es don de Dios. Esto proclama mi sublime dignidad y al mismo tiempo mi completa dependencia del Creador. Y así, por deber de justicia, debo ser todo para Dios. No me pertenezco a mí mismo, ni a los demás ni al mundo. Yo pertenezco sólo a Dios, y es deber mío ineludible el entregarme a Él sin vacilaciones, sin tardanza, sin reserva, no ser esclavo de mi voluntad, sino esclavo y siervo de la voluntad de Dios (Toniolo)
Este lenguaje es precisamente de un sabio, no de un cualquiera. Si un hombre grande está así en contradicción con lo que hace la mayor parte de la sociedad que se aleja de Dios, ¿quién es el que tiene razón, la masa informe de los incrédulos, o estos espíritus tan selectos?…
Dios no nos marca con hierro rusiente como a esclavos. Pero nosotros sabemos decirle, sin que nadie nos arrastre hacia nuestro dueño: ¡Señor, aquí estoy! ¿Qué quieres de mí?…