Por el trabajador obrero
28. marzo 2014 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesUn profesor de la Universidad está apunto de iniciar la clase de Economía, y comienza con esta pregunta, al parecer tan inocente: -¿Qué piensan ustedes del mundo obrero, del mundo de los pobres?
Una alumna muy lista pide la palabra al profesor, y le pregunta, al parecer sin malicia alguna: -¿Quiere que le cuente lo que me tocó presenciar un día? Se lo digo sólo a usted, aunque lo oigan también los demás. Y prosiguió la joven:
– Pues, mire: estaba yo de visita en una casa muy acomodada, por una solicitud de trabajo, cuando se presentó también otra mujer pobre buscando un trabajo de limpieza. La dueña es toda una señora, tan elegante y delicada como rica. Pero allí estaba también un hermano suyo, de muy diferentes ideas y, desde luego, muy poco atento, por lo que se permitió alguna broma de mal gusto sobre la pobre mujer.
– ¿A ésa le vas a hacer algún caso?, le dice a su hermana.
Y ésta, muy acorde con su manera de ser, le contesta sin más: -Sí; la voy a atender muy bien. Porque, aunque a ti no te lo parezca, es hija de un rey, princesa con derecho al trono. Solamente que aún no se ha vestido con los atavíos reales.
La alumna se sentó, el profesor se le quedó mirando, y le dijo sólo dos palabras: ¡Muchas gracias!…
¿Sabemos lo que es el mundo obrero, el mundo de los trabajadores, el de la clase menos favorecida en la sociedad? Es como la pobre mujer que ha ido a buscar colocación.
Un día el mundo trabajador se despertó de su letargo. Se dio cuenta de su propia dignidad. Reclamó sus derechos. Y se encontró con una doble actitud de quienes detentaban la riqueza.
Unos, como el hermano de la señora, o lo despreciaron, o lo tomaron a mal, o se lo echaron de encima como un insecto molesto. No le hicieron ningún caso.
Pero otros, con muy buen acuerdo, y sobre todo con mucho corazón, con mucha sensibilidad social, se pusieron de su parte. Y se decidieron a favorecer abiertamente a los trabajadores. A apoyarles en la reclamación de sus derechos. A elevarlos a la altura que les corresponde dentro de la sociedad.
Los que así pensaron y así han trabajado, están convencidos de que el pueblo trabajador tiene categoría de rey. Y el día en que pueda lucir sus atavíos de sueldos justos, de educación superior, de intervención directa en la política, de igualdad de oportunidades en la vida social, entonces habrán desaparecido esas luchas que han hecho sufrir tanto a todo el mundo, al de los ricos y los pobres, en el tiempo moderno.
¿Será esto posible?… De una manera perfecta, no. Esa perfección se dará solamente en el Reino definitivo de Jesucristo, cuando, en los nuevos cielos y en la tierra nueva, reinarán sólo la justicia y la paz.
Pero, ¿quiere decir esto que no podemos y no debemos trabajar en esta provisionalidad del mundo? Al contrario. A todos nos obliga, como un deber impuesto por Dios, el esforzarnos por avanzar esa justicia y esa paz definitivas que impondrá Jesucristo, el Salvador y el Restaurador de todas las cosas.
La Iglesia ha ido siempre a la cabeza de la renovación cristiana en su aspecto social, porque es consciente de que la caridad —precepto máximo de Jesucristo— no puede darse sin justicia. Al que tiene dinero, antes que dé una limosna, se le pide que pague el sueldo debido.
A pesar de los grandes logros conseguidos en el campo social, son grandes los sectores, sobre todo en el Tercer Mundo, y concretamente en nuestra América, que reclaman de todos un esfuerzo mayor. Esa terrible desigualdad entre los que nadan en la abundancia y los que no tienen nada, es un bofetón a la dignidad de la persona humana y un pecado contra Dios.
Sin embargo, no se pueden cerrar los ojos ante los grandes esfuerzos que se realizan por alcanzar la justicia. Un escritor lo proponía así:
¿Saben lo que ocurrió cuando el hundimiento del Titanic? Al ver que aquel gigante del mar se iba a pique, los primeros puestos en las lanchas salvavidas se reservaron para las mujeres, los niños, los débiles; mientras que los hombres más influyentes y los millonarios supieron sacrificar su vida por los demás. El mundo se sintió orgulloso de aquellos héroes. Y se siente orgulloso también de los que hoy trabajan por la justicia social. No saben descansar ellos en su bienestar mientras no vean al trabajador, al obrero, al que no tiene nada, disfrutar como disfrutan los más afortunados.
Otro escritor y poeta (Heinrich Lersch) describía así la suerte del ser más querido: -¿Mi madre? Era una de entre los millones de madres humildes y sencillas del pueblo, las cuales, comprendiendo con espíritu cristiano su destino, realizan con su sangre y su vida esta verdad: Es mejor sufrir injusticia que cometerla.
Todo este pensar —comenzando por el de la muchacha y el profesor—, nos dice siempre lo mismo.
Hay injusticia, pero hay también almas que saben trabajar y compartir, como la señora adinerada de la casa, fiel a los dictámenes de su conciencia.
Hay a su vez mucha dignidad entre los trabajadores que aspiran a mejorar su suerte, y que reclaman la ayuda de todos.
Y a todo esto, ¿cuál es y será siempre la actitud de la Iglesia?
Los Papas modernos, desde finales del siglo diecinueve hasta hoy, han sido los grandes paladines de la Cuestión social, propuesta siempre a la luz esplendorosa del Evangelio.
Cuando el Papa León XIII, en la magna peregrinación de los obreros que iban a agradecerle su gran encíclica, hizo abrirles las puertas del Vaticano con los honres de los Jefes de Estado. ¿Podía expresar de manera mas elocuente lo que la Iglesia piensa del mundo trabajador?…