El Dios que se deja ver

12. mayo 2021 | Por | Categoria: Dios

Francia extendió sus dominios al norte de África en aquellos días del Racionalismo, cuando era una moda el negar a Dios. Y son muchos los casos que se cuentan habidos entre presumidos incrédulos franceses, que se las tiraban de muy sabios, con árabes musulmanes, creyentes en Alá, al que no negaban por nada del mundo.

Entre esos casos innumerables, se hizo muy famoso el siguiente, contado tantas veces en lecciones catequísticas. El investigador francés caminaba con algunos árabes por el desierto. A la puesta del sol, uno de éstos extiende su alfombra, se hinca, y doblado según su costumbre, empieza a rezar. El sabio francés, muerto de risa: -¿Qué haces, bobo? -Rezo a Dios. -¿A Dios? Pero, ¿tú has visto a Dios? -No, no lo he visto nunca. -Entonces eres un tonto de remate. ¿Cómo crees en quien no ves ni al que no verás nunca.
La caravana pasó la noche en el campamento. Al amanecer, el francés se va a dar una vuelta, y al regresar asegura que han pasado viajeros al lado aquella noche, porque se veían las huellas de los camellos.
El árabe, burlón: -¿Y usted es capaz de creer que han pasado por aquí camellos esta noche?
El viajero, muy seguro de sí mismo: -¡Pues, claro que lo sé! Venga a ver las huellas que han dejado en la arena.
En aquel momento salía el sol por el horizonte. Y el musulmán, señalándolo con el dedo:
– ¡Venga aquí, señor francés! Haga el favor de mirar la huella de Dios…
El sabio se calló. Tuvo después la lealtad de relatar la anécdota, que se hizo célebre en toda Francia.

¿Quién guiaba la oración del creyente musulmán? El sol, las cosas de la Naturaleza. Esto lo han hecho todos los Santos. La mayor maestra de la Vida de oración, Teresa de Jesús, lo dice de sí misma, comentando los principios de su oración, que después llegará a las mayores alturas: -Me aprovechaba el ver los campos, el agua, las flores; en estas cosas hallaba yo la memoria del Creador: me despertaban, me recogían, y me servían de libro.
A Teresa le ocurría lo que al salmista de la Biblia: “Señor Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que cuides de él?” (Salmo 8,4-5)
El asombro, la admiración, la sorpresa, el pasmo, la capacidad de impresionarse ante las obras de Dios, son el primer paso hacia el trato amoroso con Dios.

Jesús se revela en el Evangelio un observador y un admirador subyugado por la Naturaleza, y las criaturas que ve y admira le llevan a una piedad profunda con el Padre celestial.
Le encantan los pajaritos del aire, felices al no tener que preocuparse por las cosechas…
Le embelesan las flores del campo, envidiadas por el mismísimo Salomón…
Le hace pensar la semilla sepultada en el surco, la cual se pudre para convertirse en fruto abundante…
Le enseña a ser avisado la astucia de la serpiente, y le arrebata la candidez de la paloma…
Le emociona el amor de la inocente gallina, con la pollada debajo de sus alas…
Cuando Jesús ve todas esas criaturas, se eleva sin más al Padre de los cielos, le alaba, le bendice, se pone a hablar con Él, le ama al sentirse amado por ese su Padre que no deja de cuidarle.

Y con este su proceder se nos convierte Jesús en el primer maestro de la oración. Cualquiera que mira con ojos limpios la creación, encuentra en ella el libro abierto con el que aprende a orar. Un libro que pasma al sabio, y que entiende por igual el que no ha aprendido nunca a leer ni a escribir.  
Porque todas las criaturas están llenas de Dios, el cual, como nos dice la Biblia, “derramó su sabiduría sobre todas sus obras, como un regalo suyo sobre todos los vivientes, y la brinda como un don a los que le aman” (Eclesiástico 1,9-10)

Pocas veces la oración ha alcanzado las alturas del Canto a las criaturas de Francisco de Asís:

Omnipotente, altísimo, bondadoso Señor… Loado seas por toda criatura, mi Señor… Por el hermano sol, que lleva por los cielos noticia de su autor…; por la hermana luna, por las estrella claras, tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son …; por la hermana agua, preciosa en su candor, que es útil, casta, humilde…; por el hermano fuego, que es fuerte, hermoso, alegre…; y por la hermana tierra, que es toda bendición, la hermana  madre tierra que da en toda ocasión las hierbas y los frutos y flores de color… ¡Loado seas , mi Señor!

Al cabo de ochocientos años seguimos cantando este himno sin que nos canse, pues la poesía y la oración unidas han hecho del Canto franciscano una pieza insuperable de la literatura universal.

La oración, el trato con Dios, la alabanza y la gratitud, se alimentan con la contemplación de las cosas en las cuales ha impreso Dios su huella inconfundible. Al fin viene a parar todo en amor ardiente a Dios, cuando se adivina y se palpa su Providencia, su delicadeza exquisita y el cuidado con que nos mima.
Y no podemos decir que no podemos orar, porque eso de que no vemos a Dios, nuestro interlocutor. Si vemos su huella, ¿cómo no vamos a adivinar su paso? Y si lo sentimos por las cosas al lado nuestro, ¿cómo vamos a decir que no podemos hablar con Dios?…

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