La clave de la amabilidad

16. mayo 2014 | Por | Categoria: Reflexiones

Tenemos en la Iglesia un Santo, Francisco de Sales, que se ha hecho proverbial por las formas exquisitas de su bondad, de su cortesía, de su amabilidad. Era la dulzura personificada. El Santo caballero, como lo calificó acertadamente un observador inglés. Aparte de lo que tuviera de buen temperamento, en su manera de proceder había mucho de virtud cristiana. ¿Cómo había conseguido ser tan bondadoso con todos? ¿Dónde estaba el secreto?…

El mismo santo Obispo nos lo descubrió con una anécdota que le ocurrió con otro Obispo amigo suyo, el cual le pregunta un día, casi molesto: -Pero, Monseñor, ¿a qué viene tanta  distinción y reverencia?… Y Francisco de Sales, sin perder su calma habitual, le contesta: -¿Por cuánto valora a Jesucristo, al que venero yo en la persona de usted?…

Aquí estaba la clave de todo. Aquí está la clave nuestra en el trato con las personas.
En un plano social, usamos la mayoría de las veces educación, y basta.
En un plano cristiano, ponemos amor, precepto imperioso del Señor.
A la simple educación humana y al imprescindible amor cristiano, viene a sumarse ahora, con la norma de Francisco de Sales, el ver en todos la persona misma de Jesucristo. ¿Y quién se atreve a ser descortés con el Rey supremo del Cielo y de la Tierra?…

Cuando se miran así las exigencias de la convivencia humana, ya se ve que nos estamos moviendo en un plano del todo sobrenatural. Tratamos a las personas como las trata el mismo Dios, con el respeto y la delicadeza que Dios gasta con todos; y, por otro lado, tributamos un homenaje al Dios que descubrimos en los demás.

La cortesía enseña a valorar a las personas, a las que se les honra y trata bien por lo que son, no por el provecho que traen.
Vale aquí el cuento de aquel hombre de ciencia que quiso ver al alcalde en su propio domicilio, lejos de la burocracia de la municipalidad. Se presenta en la casa, modestamente vestido, y el criado que le abre la puerta le grita con desdén:
– ¡No puede usted pasar! El señor Alcalde no recibe hoy a nadie.
Ocurría esto por la mañana. Por la tarde, se presenta de nuevo el sabio, vestido hasta con verdadera elegancia: -¿Puedo ver al señor Alcalde?
Y el mismo criado de la mañana: -¡Oh, sí, pase, pase usted!
Ya en el despacho, el visitante se besaba una y otra vez la manga del traje. Algo raro le parecía esto al Alcalde, que pregunta extrañado: -Pero, ¿qué está haciendo usted con ese besuqueo a su chaqueta?
 -Señor Alcalde, no sabe usted lo agradecido que le estoy a este mi vestido. Gracias a él, tengo el honor de estar conversando ahora con usted sobre un asunto que nos interesaba tanto a los dos. Esta mañana, por el vestido modesto que traía, no he sido digno de comparecer ante usted.

Aquí vemos cómo la simple educación puede fallar muchas veces. Pero no fallará nunca si se mira a Jesucristo en aquel a quien tratamos. Y, puesto que hablamos de un portero, vamos a hablar de otro portero muy diferente. El portero del Colegio de los Jesuitas en Palma de Mallorca era un Hermano lego muy singular. Si se encontraba lejos de la puerta y oía sonar la campanilla, el buen viejo echaba a correr, mientras iba diciendo: -¡Sí, Jesús, ya voy a abrirte!…
Por lo visto, la actitud de San Alonso Rodríguez, que atendía a todos por igual, resultaba mejor que la actitud del portero del Alcalde, actitud que con unos era cortesía y con otros deseducación… En fin, cuestión solamente de fe.

El tratar a las personas con el respeto debido es, aparte de un gran valor humano, una virtud eminentemente cristiana, como nos lo dice San Pablo con unas palabras de oro en su carta a los de Filipos: -Tomad en consideración todo lo que hay de verdadero, de noble, de justo, de limpio, de amable, todo lo que es digno de honor, de virtud y de alabanza (Filipenses 4,8)

Con palabras semejantes, Pablo da entre los cristianos el tiro de gracia a la hipocresía, al engaño, a la mentira, a la frialdad, al egoísmo, a todo lo que puede fastidiar a los demás.
Pero a la vez, hace practicar las virtudes cristianas más apreciadas en sociedad: la amabilidad, la cortesía, el dominio propio, porque nunca se puede permitir nadie una desatención que moleste y mortifique a los otros.

Es cosa ya de la historia lo que ocurrió hace más de dos siglos cuando la sublevación de los negros en la colonia francesa de la Martinica. Hartos los pobres de una esclavitud inhumana, se sublevan contra los blancos, entre los que matan a cientos y a miles. Pero los sublevados tienen que luchar ahora entre sí mismos, porque un grupo muy grande, de hasta mil quinientos esclavos, se empeña en salvar a sus admirados y queridos dueños: -¡No, a ellos no se les toca!… ¡Doña María Gabriela y su esposo no van a morir!

Aquel matrimonio se salvó. ¿La razón de tal privilegio, cuando iban cayendo las cabezas de todos los blancos?… Pues fue debido todo a que ambos esposos eran una maravilla de cortesía, de educación y de respeto con los negros sus esclavos, en quienes miraban siempre a hombres y mujeres que eran seres humanos,  y algo más: a que eran hermanos en Cristo el Señor.
Maravillas de la educación, cuando sobre la simple educación resplandece la figura de Jesucristo.

La cortesía y la finura salidas del corazón valen más que mil regalos que pudieran hacerse al interlocutor. En los regalos, podría adivinarse el egoísmo y una muy segunda intención. En la amabilidad, sólo aparece la riqueza de un corazón de oro…

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