¿Gozar?… Hasta cierto punto
13. junio 2014 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Reflexiones¿Recuerdan ustedes aquella respuesta que dábamos de niños en el Catecismo, cuando se nos preguntaba para qué nos había creado Dios?… El chinito del cuento le respondió al misionero que había nacido para comer arroz.
Nosotros lo decíamos mejor, con las palabras de San Ignacio de Loyola al principio de sus Ejercicios Espirituales: -Dios nos ha creado para conocerle, amarle y servirle en este mundo, y después gozarle en la vida eterna.
Pero esta verdad tan elemental, tan sabia, tan profunda, tan irrebatible —que nos aprendíamos de memoria, aunque de pequeñitos no la entendíamos del todo—, ¿se sabe llevar a la práctica por la mayoría de los hombres? ¿No son muchos los que padecen una lamentable equivocación? ¿No son muchos más los que se tiran por la filosofía rudimentaria del chinito antes que por la sabiduría divina de Ignacio?…
En un pueblo del Sur de Italia había un trabajador zapatero que tenía un hijo fatal, llamado Felipe Latini. Holgazán, malcriado, rebelde, no ayudaba a su padre en nada y era el muchacho más inútil que se podía encontrar en toda Sicilia. Para colmo de males, un día se presenta en el taller un soldado mercenario que le cuenta las aventuras de su vida alegre. Al hijo del zapatero se le exalta la imaginación, y se dice feliz: -¡Ésta es la mía!… Sin pensárselo más, salta sobre el caballo del soldado y los dos se van a disfrutar con gusto de la vida, ¡que para esto somos jóvenes!…
¿Qué viene? Nos lo podemos imaginar: diversiones, juego, trago, mujeres, peleas, riñas, duelos, hasta sangre… Felipe Latini lleva una vida completamente rota. Hasta que un día de providenciales fracasos viene la reflexión seria: -¿Esto va a ser mi vida siempre? ¿No es mejor la vida de mi padre el pobre zapatero que la del soldado granuja que me arrancó de su lado?…
Con la sensatez debida, el alocado Felipe Latini, dio media vuelta en su caminar, se volvió al Dios que le había creado para que le sirviera, pidió la entrada en un convento de Padres Capuchinos, cambió su nombre viejo por el de Bernardo de Corleone —nombre nuevo en vida nueva—, se dio a la oración y penitencia, y hoy, mientras él está gozando de Dios en la vida eterna, nosotros lo invocamos, canonizado por el Papa Juan Pablo II.
Aquí tenemos al vivo el cuadro plástico de lo que NO debe ser una vida: la de Felipe Latini el perdido.
Y, a la vez, el cuadro de lo que SÍ debe ser la vida de todo cristiano: la de Bernardo Corleone el santo.
El mundo —cuando se le mira en sus costumbres, en su vida moral, en su manera de vivir— se divide en dos partes bien definidas: el mundo que se divierte a placer, y el mundo sensato que se encamina debidamente hacia Dios.
En el Imperio Romano, y mientras Jesús estaba ya a punto de enseñar al mundo ese verdadero camino que lleva a la vida eterna, el poeta Horacio describía la fiesta de una orgía desenfrenada, y en ella estampó unas palabras tristemente célebres: -Aquí reina el placer (Hic imperat tripudium)
Modernamente, un periódico —que vale más quede en el anonimato—, pedía restablecer el ideal del poeta latino: -Estamos en el carnaval de la libertad. Por lo mismo, se impone una nueva disciplina del placer. Hay que anunciar las fiestas, escribiendo en los dinteles de los teatros, de los bailes, de los cines, el horaciano “Aquí reina el placer”.
No ha hecho ninguna falta anunciar este eslogan. Más que a proclamarlo, el mundo se ha aprestado a vivirlo, a hacer del placer una norma de vida, aunque haya sido saltándose todas las barreas impuestas por Dios como una defensa para la salud del hombre y para su salvación. Las consecuencias de esta actitud las tenemos a la vista. ¿Reina en el mundo la felicidad, o se ha convertido en el emporio de la tristeza?…
La Biblia pone en los labios infelices de los esclavos del placer unas palabras trágicas, aunque parezcan un encanto: -Disfrutemos de los bienes presentes. Embriaguémonos de vinos exquisitos y perfumes; que ni una flor primaveral se nos escape. Coronémonos de capullos de rosas antes que se marchiten; que nadie de nosotros falte a nuestras orgías; dejemos por doquier señales de nuestro regocijo (Sabiduría 2,6-9)
Esto es lo que se han dicho siempre los seguidores alocados del placer. Pero la misma Biblia les recuerda lo que van a encontrar: -Sólo vanidad y aflicción de espíritu (Ecesiastés 2,11)
Sin embargo, no hay que mirar al mundo con ojo tan negro. Si gran parte de la sociedad ha perdido la conciencia de los valores morales, otra gran parte sabe vivir conforme al ideal cristiano. Muchos, no se han dejado nunca engañar, y desde que nacieron han seguido el camino recto que no desvía; otros, como el joven de nuestra historia, han sabido dar marcha prudente hacia atrás, y viven también encaminados hacia esa vida eterna para la cual fueron creados y a la cual Dios los llama.
Estos hombres y mujeres prudentes forman el emporio de la alegría. Porque no hay hombre o mujer más feliz que aquellos que viven orientados plenamente hacia Dios, con dicha verdadera, la que no engaña, la que llena el corazón…
La Biblia les dice también a éstos cuál es su suerte, ¡tan distinta de la de aquellos otros!…: Quedarán embriagados con la abundancia de la casa de Dios, que les hará beber en el torrente de sus delicias. Porque en Dios está la fuente del vivir, y en su luz verán la luz (Salmo 35, 9)
Un Santo muy singular —loco al principio, y tan sensato al final—, nos ha dicho con elocuencia suma dónde está la felicidad verdadera. La experiencia de cada día confirma su lección. No hay nadie que no quiera ser feliz. ¿Y quién consigue este soñado ideal? Sólo quien a Dios se arrima, se mantiene en Dios, y consigue finalmente al Dios que le ha creado para darle su misma dicha.