¡Dios, nada más que Dios!…
28. julio 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: DiosEn el insigne Colegio Romano, y antes de empezar las clases, se corrió la voz con la noticia:
– Juan, el estudiante Juan Berchmans, ha muerto.
Todos lo decían impresionados. ¡Tan joven! Veintiún años nada más tenía aquel estudiante jesuita belga, tan querido, que después subiría a los altares… Aquella mañana, Juan ya no pudo recitar el salmo de la Biblia que estallaba en sus labios apenas se despertaba. Un brinco de la cama, y empezaba el día, siempre con el mismo entusiasmo:
– Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo. Mi alma está sedienta de ti. Mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, árida, sin agua…
Aquella mañanita ya no recitó su salmo 62, pues se había ido al Cielo a saciarse para siempre con la visión de Dios, tan ansiada, tan esperada…
Dios ha metido en nuestro ser un ansia inmensa de felicidad. ¿Saciarla en este mundo? Es un imposible, porque los senos de nuestro corazón son tan anchos y tan profundos que no los puede llenar todo lo que el mundo ofrece.
Entonces descubre el hombre que sólo en Dios, en un ser infinito, puede encontrar la satisfacción para todos los anhelos de su corazón.
Pero Dios sale al encuentro del hombre, y lo invita: -¡Ven, que te espero!
Y quien acepta la invitación, no queda defraudado, porque en Dios encuentra todo lo que puede satisfacer sus ilusiones y sus esperanzas. Quien así suspira por Dios, se va encaminando de manera imparable hacia el Dios que le atrae y arrastra.
Porque nadie puede decir que le es imposible llegarse a Dios, aunque su miseria moral sea grande. Dios, con amor compasivo, empeñado siempre en la salvación nuestra, le sale al encuentro como aquel Santo al paralítico que se arrastra penosamente: -Pero, bendito de Dios, ¿cómo te vas arrastrándote así, con esas muletas que ni puedes llevar?…Y el enfermo: -¡Ay, Padre! Soy paralítico, y no puedo más. El sacerdote le anima: -Bueno, vente conmigo, a ver si podremos hacer algo. Poco a poco llegan a su Iglesia de los Padres Agustinos, y ya en ella, le dice el Padre, ante la imagen de Jesús Crucificado, veneradísima en la ciudad:
-¡Tira esas muletas, hombre, que no sirven para nada!… (San Juan de Sahagún)
¿Es difícil llegarse a Dios?… Ahí está ese Jesucristo, que con su Cruz y su Resurrección ha facilitado a todos el acceso a Dios, ¡un acceso tan sencillo!…
Ante esa experiencia del corazón, que no se satisface con nada de este mundo sino con Dios, vienen ahora los teólogos, y confrontando la realidad humana con la Palabra de Dios, nos dicen:
– ¿Qué es Cielo? La posesión de ese Dios por quien suspiraron, y que ahora les llena de gozo inexplicable, en la certeza de que yo no lo van a perder jamás.
– ¿Qué es el Purgatorio? Es la nostalgia de Dios que consume a las almas benditas. ¡Sentirse tan cerca de Dios, tenerlo seguro, y no poder verlo ni estar con Dios todavía!…
– ¿Qué es el Infierno? Algo ininteligible. El supremo tormento es la nostalgia de Dios, que arde sin mitigarse jamás. ¡Siempre suspirando por Dios inútilmente, en ardores inimaginables, porque no lo alcanzarán nunca!…
Son éstas unas realidades que nos descubre nuestra fe, y que hacen sumamente feliz la vida cuando ésta se dirige hacia Dios de manera imparable. Entonces en la iglesia, en el hogar, en la oficina, en el taller, en el campo bajo el cielo azul abierto, se siente a Dios y el alma se llena de paz.
Al encontrar a Dios en todas partes —como dice Jesús a la Samaritana, y no solo en el Templo de Jerusalén—, ocurre lo mismo que a aquel monje y a aquellas benditas gentes que lo buscaban en su escondrijo.
El monje del siglo V se llamaba Abraham. Como su patrono el Patriarca de la Biblia, venía también de Mesopotamia, y peregrinando de país en país llegó hasta el sur de Francia.
Una choza fue toda su vivienda. Oración, penitencia, lectura de los libros santos. No hacía otra cosa ni necesitaba nada más. Con Dios tenía bastante. Las gentes lo descubren, lo tienen como santo, y acuden a él en todos sus apuros.
En la fiesta patronal se reúnen las gentes de los alrededores, sobre todo pobres, muchos pobres, a los que el obispo, el gobernador y las autoridades obsequian con abundante comida y con vinos generosos.
Pero en mitad de la fiesta llega a faltar el vino, y corren al santo monje:
-Abraham, mira que se ha acabado el vino. No queda ni una gota en los cántaros.
El bueno del monje se pone el oración: -¿Señor, ¿les vas a estropear la fiesta?… ¿Te has olvidado de lo que hiciste en Caná de Galilea?…
Manda llenar todos los cántaros, empiezan a sacar vasos y más vasos… y el vino que no se acababa, pues al final los cántaros estaban tan llenos como al principio… Las buenas gentes buscaban a Dios en la soledad del monje, y Dios las sació con el vino de la alegría mesiánica, igual que lo hiciera Cristo en aquella boda feliz.
Le llega a San Abraham su último día, y el Obispo San Sidonio hace grabar en la lápida de la tumba esta leyenda: -Vivió sólo para Dios.
En esta inscripción tan bella se cifra todo el mensaje cristiano: SOLO PARA DIOS.
El estudiante del Colegio Romano buscaba con ansia a Dios cada mañana, y al final quedó saciada su sed. Como quedará saciada la sed de cuantos buscan a Dios con corazón sincero.
Al final, todos nos convencemos de que los únicos que aciertan en este mundo con la felicidad son los que no se contentan sino con Dios, porque Dios no les falla nunca.