La clave de un gran problema
11. julio 2014 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesNos tocó una vez acudir a una conferencia dada por un profesor eminente. El público era muy selecto; presidía la asamblea un Arzobispo y Cardenal; la expectación era muy grande, y allí estábamos los reporteros de los medios de comunicación social. El Profesor comenzó preguntando: -¿Quieren decirme ustedes cuáles son, a su juicio, los tres grandes problemas que hoy están destrozando al mundo? Todos sabíamos que él los tenía muy claros en su mente, y nadie quiso robar un momento a su disertación. Así, que él siguió:
– Yo señalaría como los más graves estos tres: la injusticia social, el odio y el desbordamiento sexual. Esto exige que las aguas vuelvan a su cauce. O el mundo escoge a Dios, o se sumirá cada vez en mayores problemas. A nivel colectivo como a nivel individual, se necesita una conversión. Tiene aplicación plena en nuestro caso la palabra de Jesucristo: “Si no se convierten están todos perdidos…
Desde el principio debería haber dicho yo que el conferenciante era sacerdote, catedrático en una prestigiosa Universidad pontificia. De ahí su lenguaje con mucho sabor de Iglesia…
Naturalmente, que si él pedía conversión, venía después el discurrir:
-¿Y cuál es el medio mejor para llegar a esa conversión del corazón que nos mejore un poquito a todos?
Mientras pensaba desde hacía ya varios días, cae en mis manos la página de la vida de un Santo, famoso predicador de hace ya dos siglos.
Un poco vieja, pero la lección resultaba muy actual. Se trataba del Beato Diego José de Cádiz. Un apóstol de fuego, que hacía retemblar el templo cuando hablada de las verdades eternas.
Pues, bien, estaba predicando con todo su ardor desde el púlpito, cuando viene a interrumpirle, con el revuelo que metió en el auditorio, una mujer coqueta hasta el extremo. Emperifollada a más no poder, vestida con todos los atuendos femeninos de la pintoresca sociedad del siglo dieciocho, entra en la iglesia llamando la atención todo lo que puede, pues era lo que ella pretendía. Fray Diego José no se inmuta, y piensa: -¿Cómo lo hago?…
Se acuerda entonces de un Hermano lego del convento, muy santo y lleno de Dios, que le aconsejó un día: -Padre Fray Diego, ¡a la raíz, a la raíz! Déjese de tanto Juicio e Infierno, y predique un poco más del amor de Dios.
Lo recuerda ahora Fray Diego José, y se dice: -¡Esta es la mía! Da media vuelta a su discurso, cambia de tema, y empieza a hablar de Dios, del amor que Dios nos tiene, del amor que nos pide Dios…
Ahora es cuando aquella coqueta —que se ha colocado muy adelante para que todos la mirasen bien—, mete un revuelo de verdad ante la curiosidad y la admiración de todos. Empieza a llorar, a rasgarse los vestidos, a estropear collares, a quitarse joyas, a tirarlo todo por el suelo, a pedir perdón a Dios…, y acabado el sermón se sale de la iglesia hecha una calamidad.
Y dice la historia que la coqueta perdida de antes era después un dechado de mujer sensata, piadosa, una cristiana toda de Dios…
Si bien se examina, lo que el mundo necesita hoy es volverse a Dios —como primera exigencia del amor de Dios—, si es que pretendemos conseguir que desaparezca la injusticia, si es que queremos matar el odio, si es que queremos purificar el amor humano.
Cuánto no se nos habla de la injusticia social —nosotros mismos lo hemos hecho tantas veces en nuestro programa—, y buscamos medios y soluciones que nunca llegan a cuajar debidamente. El abismo creado entre ricos y pobres —y pensamos especialmente en nuestra América Latina— no se unirá en sus dos extremos si no se tiende un puente bien sólido de amor.
O se ama al hombre como se merece como persona y como hijo de Dios, o no se hará de él ningún caso. O se le considera al trabajador como un hijo de Dios y un hermano en Cristo, o se le dejará consumirse en la miseria. O se abre el corazón al amor fraterno, o la cuestión social no encontrará solución alguna.
El segundo problema es el odio creado entre naciones, entre pueblos vecinos que se combaten a muerte, entre personas de un color o de otro en la piel, entre religiones fundamentalistas que persiguen furiosas a las de otros credos… O nos une a todos el Dios que es Amor y Padre de todos los hombres, o el odio será implacable contra los enemigos que él mismo se ha creado. Mil veces que se reconstruyeran las Torres Gemelas, mil veces que serían destruidas por un odio ciego que no conoce barreas.
¿Y qué decir del desbordamiento sexual? Globalizado este problema, la inmoralidad se ha apoderado del mundo.
Su primera víctima ha sido el amor sagrado creado por Dios en el corazón del hombre y de la mujer. El pudor ha sido suplantado por el descaro. El respeto a la vida, ha tenido que rendirse a las exigencias del placer insaciable. La institución familiar se ve resquebrajada por doquier. Y la aparición de enfermedades muy temibles está haciendo temblar al mundo…
Ante este problema hay que recurrir al amor de Dios que pide obediencia, y al amor del hombre y la mujer, que exige respeto mutuo. El amor forzará a cumplir el Sexto y Noveno Mandamientos, que los hombres quieren borrar de las tablas del Sinaí, pero que Dios está empeñado en mantener a toda costa…
El grito de Jesucristo en el Evangelio tiene hoy más actualidad que nunca:
-¡O se convierten, o todos se van a perder!… Personas de fe, sabemos que Dios nos ama y que le amamos, y el amor se lo probamos con nuestra fidelidad a lo que Él nos manda. Y nos manda una cosa tan sencilla: -¡Ámense todos!
Si le hacemos caso y nos amamos, no habrá cuestión social… Si nos amamos, no habrá más guerras fratricidas… Si nos amamos, reinará la felicidad más honda en el disfrute del amor más puro… ¿Qué quedaría entonces de los tres grandes problemas que nos señalaba el eminente profesor?…