Una cadena interminable

8. agosto 2014 | Por | Categoria: Reflexiones

En la Historia de la Iglesia antigua nos encontramos con el martirio de un Obispo singular, que se contaba entre los primeros sucesores de los Apóstoles.
Se llamaba Policarpo, y había llegado a una edad muy venerable. Condenado a las fieras, y queriendo arrancarle la fe en Jesucristo, le grita el procónsul en medio de la multitud que atestaba el anfiteatro:
– Cambia tu modo de pensar, y grita: ¡Mueran los ateos!…
 Para el procónsul pagano, ateos eran los que negaban el culto a los dioses del Imperio, y sobre todo rehusaban reconocer la divinidad del emperador… Policarpo acepta el guante, y responde:
– ¡Sí, mueran los ateos!…
El procónsul se figuró que había ganado la batalla con el viejo recalcitrante, y que al fin se rendía. Así, que le lanzó un nuevo desafío:
– ¡Maldice, pues, a Cristo y reniega de él!…
Aquí Policarpo se emociona, y con lágrimas que le corren por las mejillas, da un testimonio formidable de su fe cristiana:
– Ochenta y seis años hace que sirvo a Jesucristo, no he recibido de Él más que beneficios, ¿y quieres que ahora reniegue de mi Rey, que me ha salvado?…
Las garras y los dientes de las fieras pudieron destrozar aquel cuerpo que ya se desmoronaba por los años, pero no pudieron quebrantar el espíritu indomable de semejante amador de Jesucristo.
 
Al pensaar en Jesucristo se acumulan en nuestra mente montones de ideas, porque el misterio de Jesucristo es insondable, y sentimos vibrar en nosotros los sentimientos más nobles que anidan en el corazón humano. De Jesucristo no nos cansamos ni nos cansaremos nunca. Pero hoy —porque un mártir de talla tan singular nos pone la palabra en los labios—, queremos dar una mirada rápida a la gratitud que debemos a Jesucristo por tanto como ha hecho por nosotros.

Empezamos remontándonos al paraíso. Venida la hecatombe del primer pecado, el hombre estaba perdido sin remedio posible. Sólo Dios es mayor que el pecado y que Satanás, y sólo Dios podía solucionar desgracia semejante. Y aquí viene el primer acto de amor divino del que será nuestro Redentor. Su amor eterno le forzó, hasta obligarle casi, a decirle al Padre:  -¡Aquí estoy! Yo tomo un cuerpo de hombre, me hago hombre mortal, y con mi muerte libro de la muerte a los tendrían que morir para siempre…

¿Se ajusta esta manera de pensar a la realidad divina? No es ciertamente un atrevimiento el pensar así. Porque es decir, con palabras y estilo diferente, lo mismo que escribe Pablo con honda emoción: -Que amó – ¡a mí!, ¡a mí! – y se entregó a la muerte por mí (Gálatas 2,20)
Es legítimo decir que sí, que Jesucristo murió por todos, así, por todos de una manera general.
Pero, ¿puedo pensar que me tenía presente a mí, con mi nombre, con la mirada fija en mi diminuta persona, cuando toma la resolución de hacerse hombre y morir para salvarnos?… Eso, eso ya perece más difícil, ¡porque serían muchos miles de millones aquellos en quienes había de pensar a la vez!…
Con todo, tenemos que creer que fue así. Porque yo era un eterno presente en Dios; yo me iba a la ruina; y el Hijo de Dios le dijo al Padre: -¡A éste, a ésta, quiero salvar!… Y por mí se hizo hombre y fue a la cruz. Y a mí, colgado Jesucristo en la cruz, me miraba el Padre a través de las llagas de Jesús, y se decía:
– Sí, éste queda salvado; y ésta, también; porque mi Hijo muere por él, muere por ella…

Sólo discurriendo de esta manera entendemos el ¡Murió por mí! del apóstol San Pablo. Ante los ojos del Hijo de Dios al hacerse hombre, existía yo con mi nombre propio, como si no existiera nadie más; y el Padre me miraba a mí a través de las llagas benditas de Jesús como si me hubiera creado sólo a mí…

Este amor de Jesucristo, que, impulsado por el Espíritu, le llevó a ofrecerse al Padre para salvarnos a todos y cada uno en particular, se convierte en una cadena ininterrumpida de beneficios sin cuento. Van concatenados uno con otro.

– Se nos da Jesucristo en la Comunión de cada día. ¿Sabemos valorar esta donación de Jesucristo, que aumenta indeciblemente la vida divina y entraña la promesa infalible de la Vida Eterna?…

– Nos confía Jesucristo al amor de su Madre, que nos da desde la cruz como Madre nuestra. ¿Valoramos también este regalo de Jesucristo: poder contar con su Madre, nuestra Madre del Cielo, a la par que tenemos la madre de la tierra?…  

– Nos ha llamado Jesucristo a su Iglesia, y en ella, bajo los Pastores que nos dan la seguridad plena de nuestra fe, nos enseña toda la Verdad, se comunica con nosotros incesantemente por los Sacramentos, nos  hace experimentar el amor de hermanos innumerables, y nos asegura una muerte dichosa, con una salvación que no admite dudas cuando se acaba la vida en el seno de la Esposa adorada de Jesucristo…

Uno se pregunta: -¿En qué beneficios de Jesucristo pensaría San Policarpo cuando decía antes de que le soltasen las fieras, que se veía inundado de ellos, como bondades ininterrumpidas del Señor durante ochenta y seis años?…
 Seguro que no serían diferentes de los que nosotros hemos señalado, aunque nos hayamos quedado en el comienzo de una lista que podría se interminable.
Todos esos beneficios iban a parar en el último, en el que ya le estaba haciendo Jesús con manos invisibles en medio del anfiteatro:
– Toma la medalla de campeón que te has ganado, y ven a lucirla allá en las alturas…

La vida de todos los elegidos, larga o breve, está marcada por el amor redentor de Jesucristo. ¿Quién se atrevería a decirle a Jesucristo que no le debe nada, cuando le debe todo, todo?… 

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