¿Responsable?… El corazón
15. agosto 2014 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesRepetimos continuamente en la Iglesia que el amor mandado por el Primer Mandamiento tiene una doble vertiente: a Dios y al hermano. Cuando en el corazón anida el amor, se ama indistintamente a Dios y al hermano, a los dos a la vez. A Dios le amamos por Sí mismo, y le probamos el amor amando al hombre, hijo de Dios y hermano nuestro.
En la persecución religiosa de México, unos hermanos lo demostraron de una manera conmovedora. A principios de 1927, son apresados dos muchachos, que reciben la orden tajante:
– Hagan el favor de descubrir dónde se esconden sus dos hermanos sacerdotes.
Los dos jóvenes se niegan en absoluto a revelarlo, pues sabían que les iba a costar la vida a sus dos hermanos. Como siguen obstinados en su negativa y van repitiendo: ¡Nosotros no descubrimos dónde están!, son conducidos a media noche al cementerio, donde se les coloca frente al piquete de ejecución:
– Por última vez: los descubren, ¿sí o no?…
– ¡No! Pero, esperen un momento, pide uno de ellos. ¿Pueden traer una vela de esas que traen para alumbrar?
Pensando que al fin cederían, los soldados se la prestan, pero ven cómo el muchacho enciende el cirio, se abre la camisa, alumbra su pecho, y les dice:
– Aquí está el corazón dispuesto a morir por su Dios, porque le ama.
La descarga puso fin a esta escena sublime. Allí mismo enterraban los dos cadáveres en secreto, por miedo a que el pueblo se alzara con ellos para pasearlos en triunfo como a dos valientes mártires de Jesucristo.
Esto es algo que lo hemos contemplado muchas veces en la Iglesia. Somos familia de Dios, La Familia de Dios, en la que tenemos tantos hermanos cuantos somos los que hemos recibido el Bautismo. Alargando mucho más la mirada, en todos los hombres, sin distinción de raza ni de religión, adivinamos a tantos hijos de Dios que son también hermanos nuestros.
Y aquí está el gesto de esos dos muchachos mejicanos repetido innumerables veces: puesto que dentro del pecho del cristiano hay un corazón que ama a Dios, el cristiano sabe morir a trueque de salvar a cualquier hermano, que es hermano nuestro porque es hijo de nuestro mismo Padre..
De esta manera, se cumple en la Iglesia sin cesar lo que nos pide Juan, el discípulo más querido del Señor: -Nosotros debemos, y sabemos, dar la vida por los hermanos, porque permanece en nosotros el amor de Dios… (1Juan 3,16-17)
Nada hay tan poderoso para conseguir esta disponibilidad generosa, como el considerar a la Iglesia como la verdadera Familia de Dios.
Porque entonces, el amor que nos tenemos los unos con los otros reviste la misma característica que el amor familiar: nos amamos porque somos hermanos los que hemos nacido de un mismo Padre, nuestro Padre que está en el cielo.
La Iglesia abarca a todos los elegidos, a todos los predestinados, a todos aquellos cuya fe sólo Dios conoce y valora.
Si nosotros englobamos a todos los hombres dentro de la esfera de nuestro amor, es porque Jesucristo, Redentor de todos, se ha colocado en medio de la humanidad y a todos llama a la salvación, a ser herederos del Cielo que Él nos ha merecido.
Por lo tanto, contemplamos a todos los hombres como hermanos nuestros y herederos de una misma dicha eterna. El que nosotros, por el Bautismo, hayamos sido los más privilegiados, no quiere decir que los demás queden fuera de nuestro mismo destino.
Si todos, entonces, son amados de Dios, hijos de Dios, ¿cómo sería posible no amarlos? ¿Cómo no íbamos a estar dispuestos a dar la vida por todos ellos?…
Este ha sido, es y será el ideal del amor en la Iglesia.
Aquel misionero es llamado en la India para atender a un leproso budista que confía en las medicinas de ese hombre santo extranjero, como le llaman.
El Padre no tenía ninguna defensa para prevenirse contra la terrible enfermedad, y podía estar escarmentado porque más de un colega había sucumbido al no negar un servicio semejante. Duda por un momento. Pero es sólo un instante de indecisión, pues se pregunta a sí mismo:
– ¿Amo a Dios? Y si le amo, ¿no debo amar a ese hijo suyo, que me reclama?…
Va a verlo, y lo encuentra tendido en el jardín. Hace más de treinta horas que el enfermo no recibe comida, y el misionero le atiende como puede, le da de comer y le calma los dolores con algunos sedantes.
El pobrecito se conmueve: -¿Y por qué me quieres tú?…
El misionero aprovecha la ocasión para evangelizarle, y le enseña el Crucifijo: -Por éste que llevo aquí en el pecho, el Hijo de Dios que murió por nosotros…
El enfermo moría después cristiano, gracias a un sacerdote que venció su miedo a la lepra, y supo decirse: -Si amo a Dios, ¡adelante!…
El amor a Dios es la raíz de todos los heroísmos cristianos.
La simple filantropía, la camaradería, la sociabilidad, incluso la amistad, no bastan en los casos más comprometidos.
La fe es la que descubre horizontes más vastos, y el amor es quien da la fuerza necesaria para una entrega total. El muchacho mejicano mártir lo señalaba muy bien, al alumbrar su pecho:
– Aquí, aquí está el secreto. Porque amo a Dios, amo a mis hermanos. Y como ahora requieren que muera por ellos, disparen a este corazón que es el responsable de todo…