El fruto que permanece

22. agosto 2014 | Por | Categoria: Reflexiones

Cosas que pasaban antes, en los primeros días de la evangelización de África, y que ojalá no se repitan más, en atención a los derechos humanos y a la libertad religiosa… El caso con que vamos a iniciar nuestro mensaje de hoy requiere una introducción y advertencia como ésta… Seguimos entonces.
 
¿Qué les pasó a aquellas cuatro niñas? Eran hijas de un fanático jefe de tribu. Asistían a la escuela de la Misión, dirigida por Religiosas Misioneras llegadas del extranjero; habían aprendido el Catecismo; recibieron el Bautismo, y seguían educándose en la Misión. Pero un día se presenta furioso el padre, y grita a las Religiosas: -Hagan el favor de devolverme a mis hijas, que han de regresar conmigo a casa ahora mismo.

Llega un día el Misionero a la aldea, y las cuatro niñas se presentan radiantes de alegría: -¡Padre, Padre! Mire el grupo de niñas que han aprendido quién es Jesús y quieren ser bautizadas. El Sacerdote las examina, las encuentra bien dispuestas, les administra el Bautismo, y… ¡hasta la Pascua, dentro de tres semanas, en la Misión, donde las espero para recibir todas juntas la Primera Comunión!…

Así fue. Pero las cuatro hermanas llegaban hechas una calamidad: -¡Padre, aquí estamos! ¿Nos podrá dar la Comunión?… El Misionero, todo preocupado desde el primer momento que las ha visto, les responde: -¡Claro que sí, hijas mías! ¡Claro que les voy a dar la Comunión! Pero díganme antes: ¿Qué les ha pasado? ¿Por qué llevan los hombros así, todos despellejados y con señales de haber sido torturadas?… Sonrisas maliciosillas. Hasta que la mayorcita tiene que dar la explicación:  
– Nuestro padre no nos dejaba venir, y nos amenazó: Si se les ocurre ir la Misión van a recibir cincuenta latigazos cada una.
El Misionero interrumpe, ante la evidencia: -¡Y lo ha hecho, claro está!…
Sigue la niña con la explicación:
– Sí, pero no fue a la primera. Nosotras le respondimos: “En el nombre de Dios”. Y una noche nos escapamos. Pero nuestro padre, que  pensaba lo que íbamos a hacer, había situado vigilantes, fuimos sorprendidas, nos devolvieron a casa, y entonces nos dio los cincuenta latigazos.
 El Padre y las Religiosas que escuchaban el relato no podían con la emoción:
 – Bien, pero al fin las ha dejado venir.
Y ellas: -¡Oh, no! A la siguiente noche conseguimos huir y aquí estamos. Vas a decirnos la Misa, ¿verdad?…
¡Qué remedio le quedaba al Padre!…:
– Sí, hijas mías; pero no debían haber venido. ¿Qué les va a pasar cuando regresen? Porque en la Misión no se pueden quedar.  Vendrá a buscarles, y el castigo será peor.
La mayorcita concluye:
– Ya lo sabemos, Padre. Cuando regresemos… ¡ay!… Pero…, ¿qué importa! Los latigazos pasan, Jesús no…
Cosas éstas que no debían haber ocurrido, pero ocurrieron…
El relato ha sido un poco largo, pero lo he contado tal como lo he leído en un antiguo libro sobre las Misiones. Naturalmente, que lo he traído por la gran lección que encierra. Se ve brillar en él con todo su esplendor la acción del Espíritu Santo, que derrama su gracia sobre unas criaturas inocentes, a las que ha hecho amar a Jesús de una manera tan extraordinaria.

A mí, personalmente, lo que más me llamó la atención cuando lo leí fue la última palabra de la mayorcita, y en la que se nota más esa inspiración del Espíritu Santo: “Los latigazos pasan, Jesús no”. Una niña no lo dice tan fácilmente, y menos una niña que, por educadita que esté, aún no ha salido de la selva; pero sí que lo dice esa niña si la guía el Espíritu Santo.
Por eso nos quedamos con esta frase.

La vida humana está llena de contrariedades. Cuando miramos estas contrariedades en la vida cristiana, sean del orden que sean, las llamamos con un lenguaje muy peculiar nuestro: “cruces”. Las vemos unidas a la Cruz que llevó el Salvador, y las llamamos de la mejor manera que lo podemos hacer, guiados también por el Espíritu Santo. Son “nuestra cruz” de cada día. Esas contradicciones han quedado elevadas por nuestra fe y nuestro amor al orden sobrenatural, al orden de la gracia, al orden de la vida divina que llevamos dentro.

Los que tenemos la fe de Cristo no somos más ni somos menos que los demás hombres y mujeres en orden a aguantar y sufrir en la vida. La diferencia la establece el modo con que se llevan los sacrificios que la vida impone.
¿La desesperación?… Eso jamás.
¿El simple aguantar?… Es poca cosa.
¿El tener serenidad ante lo irremediable?… No está mal; está bien. Pero, no nos convence.
Para el cristiano está el aceptar todo como permitido por la mano de Dios nuestro Padre, que de este modo nos une al sacrificio redentor de Cristo, para nuestra perfección y para ayudarle en la obra de la salvación del mundo.

Es lo que decimos: la cruz, nuestra cruz…
La cruz que llevaron con garbo los mártires.
La que han aguantado impávidos tantos que se han santificado con el trabajo de cada día, en el cumplimiento del propio deber.
La que cruz en que están clavados nuestros queridos enfermos, con paciencia inexplicable, pero con el gozo de saberse unidos a la Víctima de Calvario.

Entonces, ¿nuestra vida y nuestro destino es el sufrir?… No, de ningún modo.
La niña nos lo ha dicho muy bien: -Los latigazos pasan…
Nuestros pequeños o grandes sufrimientos, nuestra cruz, pasará, como pasó la de Jesús, que ahora disfruta la gloria radiante de la Resurrección.  
Es decir, que pasará todo, menos Jesús, el cual permanece para siempre.
 

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