El “éxito” y el “fracaso”
29. agosto 2014 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Reflexiones¿Quieren escuchar, amigos, la anécdota que leí muy recientemente, y que a mí me emocionó tanto?…
Se le había declarado cáncer en la boca a un pobre muchacho, que, internado en la clínica, oyó por todo diagnóstico. -Es imposible querer curar la lengua. No habrá más remedio que extirparla. ¡Pobrecito!…
Llegado el momento de la operación, se le invita con todo cariño: -Ya que no va poder hablar en adelante, ¿nos quiere regalar sus últimas palabras? Tras un breve momento de reflexión, el joven dice, resignado, lleno de fe y con un amor grande: -¡Alabado sea Jesucristo!…
El muchacho, mudo para siempre, vivía en una adoración continua, y besaba la imagen del Salvador con una reverencia y un amor más elocuentes que los más arrebatadores discursos. Su vida —dicho sólo con una palabra— estaba centrada en DIOS.
Nuestro mundo de hoy necesita testimonios como éste: en vez de muchos gritos y lamentaciones sobre lo mal que va la sociedad, y en vez de buscar remedios que no nos dan ningún resultado, es mejor centrarse en Jesucristo, respetar el nombre de Dios, someterse suavemente a su Ley, y hacer de la religión el quehacer supremo de la vida. Es la manera de que esta vida nuestra no sea un fracaso, sino todo un éxito, en la presencia de Dios y ante nuestros propios ojos.
Y acabamos de pronunciar, sin pretenderlo, dos palabras que hoy nos gustan mucho y que repetimos tantas veces: las palabras “éxito” y “fracaso”.
Las aplicamos a todo: al negocio, a los estudios, al trabajo, al amor….
El éxito se nos presenta todo color de rosa… El fracaso nos hace temblar… Y tenemos razón cuando así pensamos y así sentimos.
Pero, al final de todo, el éxito y el fracaso los mediremos en toda su magnitud cuando llegue el rendimiento de las cuentas. Sólo entonces veremos que el éxito redondo ha sido de los que han centrado su vida en Dios y alcanzan a Dios para siempre. Y veremos que los únicos fracasados del todo son los que han perdido para siempre a Dios.
Hay dos casos en la historia de verdad aleccionadores. Dos nombres muy conocidos: Heine y Voltaire.
El gran poeta judío alemán Heine era, podríamos decir, una contradicción: unas veces hablaba muy bien de la religión y otras era puro veneno. Con frase muy bella por cierto, se había definido a sí mismo de esta manera: -Soy un ruiseñor alemán anidado en la peluca de Voltaire…
Y Voltaire era, lo sabemos todos, el hombre que más mal había hecho a la fe con sus escritos blasfemos, el que llenó la Europa de su tiempo con los chistes más provocativos contra la religión, e inventor de aquel eslogan pavoroso, referido a la Iglesia y a Jesucristo: ¡Aplastar al infame!…
Ya podemos entonces suponer lo que era Heine cuando se proclamaba el cantor de las ideas de Voltaire…
Sin embargo, y gracias a Dios, Heine reflexionó. Aún le faltaban cinco años para morir, pero adelantó prudente su testamento, en el cual puso esta cláusula salvadora:
– Desde hace cuatro años he dejado todo orgullo filosófico y he vuelto a las cosas religiosas. Muero con la fe en un Dios eterno, Creador del mundo, cuya misericordia imploro para mi alma inmortal. Lamento el haber escrito muchas veces en mis obras faltando al respeto a las cosas santas… Si he ofendido sin saberlo las buenas costumbres y la moral, que son la verdadera fuerza de la fe, pido perdón a Dios y a todos los hombres (Heine, +1856)
¡Gracias a Dios!, repetimos al saber esta historia. ¡Lo que le habrán valido estas palabras en el tribunal divino!… Heine se había convencido de que su triste patrón Voltaire se equivocó al profetizar: -Dentro de veinte años Dios estará jubilado. Y así, Heine se fue de una manera mejor que el blasfemo filósofo francés, el cual se despedía del mundo diciendo: -Estoy abandonado de Dios y de los hombres. Y declaraba un testigo ocular de sus momentos últimos -Si pudiera morir el diablo, así terminaría.
Visto el acabar de estas dos vidas —paralelas en un principio, y después tan alejadas y divergentes la una de la otra—, se aprende esa lección que debería resultar inolvidable. El poeta judío alemán, después de sus errores, nos da la imagen de la persona que sabe medir las cosas en su justo valor:
– Todo lo que en la vida no sea Dios, de Dios y para Dios, resulta a la postre una equivocación.
– Volverse a Dios oportunamente, es cosa de sabios y de prudentes.
– Acabar la vida en Dios, es la suprema dicha a que se puede aspirar.
Para nosotros que por la gracia de Dios tenemos fe, el proceder siempre con tranquilidad y paz a los ojos de Dios nos quita todo temor, toda preocupación, y al fin nos resulta una verdadera ganga.
San Agustín, mirando a los que fracasan como a los que tienen éxito, lo dice con su genialidad de siempre, dirigiéndose a cada uno en particular:
– Deseas vida larga, aunque sea mala: procura que sea buena, aunque corta.
Porque una vida que pasa de los noventa puede ser un fracaso; y una vida corta que se aja como una flor a los diez añitos o a las veinte primaveras, puede constituir el mayor de los éxitos.
La clave está en una sola palabra: DIOS.
El éxito de la vida —larga o breve, tanto da— estará siempre en saber centrarla en Dios y en su enviado Jesucristo, como lo hiciera el joven que ya no iba a poder hablar nunca.
Con Dios se tiene todo; sin Dios no se tiene nada. Sin Jesucristo, se yerra el camino; con Jesucristo por guía, se llega sin error posible a la meta prefijada, la salvación eterna en el seno de Dios.