Tu Palabra me da vida…
31. octubre 2014 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Reflexiones¡Hay que ver lo bien que respondemos en la Iglesia después de las lecturas! Se nos dice, mostrándonos el Libro sagrado: ¡Palabra de Dios! ¡Palabra del Señor!… Y contestamos gozosos y con fe: ¡Demos gracias a Dios! ¡Gloria a ti, Señor!… Muchas veces acompañamos esas aclamaciones con cantos fervientes, como éste: Tu Palabra me da vida, confío en ti, Señor. Tu Palabra es eterna, en ella esperaré.
Esto me hace pensar en una leyenda curiosa de verdad.
Había muerto Lázaro allá en Betania y su alma se fue al Limbo de los Justos. Allí encuentra caras muy serias, muy tristes, aunque reflejando todas mucha paz. Lo único que mostraban de malo era el cansancio de tanto esperar. Algunas caras de aquellas hacía muchos miles de años que estaban allá, y se alegraban cuando alguien venía con un rayo de esperanza.
Esta vez venía Lázaro, y decía que sí: que él conocía a Jesús, sin duda el Salvador tan esperado… Pasan cuatro días, que a todos se les hacían eternos, y de repente una voz poderosa: -¡Lázaro, Lázaro, ven aquí afuera!… Todos se quedaron aterrados, a la vez que llenos de envidia, al ver que uno se escapaba libre.
Hubo uno, sin embargo, que empezó a gritar:
-¡Esa voz! ¡Pero, si yo conozco esa voz! ¡Si es la misma del paraíso!…
Era Adán el que gritaba, junto con Eva que le hacía eco.
-¡Que sí, háganme caso todos! Es la voz que nos hablaba cada día cuando Dios bajaba al jardín para pasear con nosotros a la fresca del atardecer… Novecientos años de penitencia desde que salí del paraíso, y los miles de años que llevo aquí, no me han hecho olvidar el acento de aquella voz tan sin igual…
Desde aquel momento, en el Limbo se abrieron los corazones de todos a una mayor esperanza y las caras tristes empezaron a sonreír de manera nunca antes vista: ¡La salvación está cerca!…
Esto, y no otra cosa, es la Palabra de Dios cuando se nos proclama en la Iglesia: Jesús que nos llama. Jesús que nos da toda esperanza. Jesús a quien reconocemos los suyos, conforme a su misma palabra que nos dice: -Conozco a mi ovejas, yo las llamo, y ellas reconocen siempre mi voz… (Juan 10,14-16)
Al leer la Biblia escuchamos la voz de Dios, que baja a nosotros en la lectura, lo mismo pública que personal y privada de su Palabra.
Nos habla, como a Adán y Eva en el paraíso. Y lo hace con mucho cariño, porque nos ama.
Su Palabra entonces se convierte en esperanza segura de salvación.
Basta tener el oído atento para adivinar el acento inconfundible de la voz de Dios, que nos habló por Jesucristo y que es siempre palabra eficaz. Son muchos los que se han vuelto a Dios definitivamente al escuchar o leer su Palabra.
En la antigüedad cristiana, el caso más famoso quizá es el del joven Antonio, que entra en la iglesia y oye en la proclamación del Evangelio: -Ve, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo… Antonio se dice: -¡Esto va para mí!… Sin pensárselo más, arregla los asuntos familiares, lo deja todo a su hermana, se retira al desierto, y ahí tenemos al gran San Antonio Abad, uno de los Santos más grandes y más venerados de la Iglesia. ¡El prodigio de la Palabra de Dios!… La misma Biblia nos enseña cuál es la fuerza de la Palabra divina y lo que llega a hacer en las almas.
Es “plenitud” de vida. Jesús lo expresa de manera inolvidable con la parábola del sembrador. La Palabra es la semilla que Él ha depositado en el mundo, ¡y hay que ver el cosechón de almas que ha producido en el pasado, produce ahora, y seguirá produciendo hasta le fin del mundo!… En la semilla está encerrada toda la fuerza de la gracia de Dios. La semilla es de una vitalidad asombrosa, que, metida en la tierra de los corazones, germina siempre a pesar de tantos obstáculos como se le oponen a veces.
La Palabra es además “defensa” de la vida. El apóstol San Pablo le dio el nombre de “espada”, con la que el cristiano se defiende y ataca. Arma, por lo mismo, “defensiva” contra cualquier embestida del enemigo; y “ofensiva” con que le presenta cara abierta en la lucha por la salvación. Jesús nos dejó un ejemplo admirable en las tentaciones del monte. Al demonio le supo responder con la Palabra de manera irrebatible: “No sólo de pan vive el hombre”. “No tentarás al Señor tu Dios”. “¡Apártate de mí Satanás!, pues está escrito: servirás a tu Dios y a él solo adorarás”.
La Palabra, finalmente, es “juicio” para el hombre. Jesús nos lo dice claramente: – No seré yo quien condene al que escuche mis palabras y no haga caso de ellas; porque yo no he venido al mundo para condenarlo, sino para salvarlo. Para aquel que me rechaza y no acepta mis palabras, hay un juez: las palabras que yo he pronunciado serán las que le condenen en el último día (Juan 12,47-48).
¡Allá entonces quien no escuche la Palabra del Maestro ni la quiera poner por obra!… Nosotros, por dicha, la escuchamos y la queremos vivir…
El convertido poeta judío alemán, antes enemigo de la religión, se volvió a Dios con corazón sincero. Y preguntaba: -¿Quieren saber a quién debo esta mi vuelta a Dios? Debo mi iluminación a la palabra de un libro. ¿De un libro? Sí, es un libro antiguo, modesto como la naturaleza, y también natural como ésta, un libro tan activo y sin pretensiones como el sol que nos calienta, como el pan que nos alimenta; un libro que nos parece benditamente bondadoso; y este libro se llama brevemente “el libro: la Biblia” (Heine)
Ese libro de oro que se llama La Imitación de Cristo, tiene a Dios esta plegaria sentida: -Detenido en la cárcel de este cuerpo, confieso que me son necesarias estas dos cosas: alimento y luz. Me diste, pues, Señor, tu Sagrado Cuerpo para alimento del alma, y tu divina Palabra como luz para mis pasos.
En la Iglesia, siempre igual: La Eucaristía y la Biblia, los dos más grandes regalos de Dios…