En la mejor de las manos
28. noviembre 2014 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesUn caso de la Misión Católica de Bengala en la India. El Obispo no sabía si alabar o reñir a aquellos dos muchachitos que le llegan tan a deshora:
– Pero, ¿cómo se han atrevido a venir hasta aquí desde tan lejos? ¿No han tenido miedo al meterse en la selva profunda y que les saliera al paso alguna fiera? Nuestros tigres de Bengala son famosos en todo el mundo… ¿Cómo han hecho esto?…
Y el mayorcito, de sólo catorce años, muy tranquilo y seguro de sí mismo:
– Pero, Monseñor, ¿de qué íbamos a tener miedo? Dios es Señor también de las fieras. ¿Y para qué sirve la señal de la cruz? Y sí que vimos un tigre, pero hicimos inmediatamente la señal de la cruz, y la fiera se alejó.
El Obispo calló, y se dijo:
– Estos mis cristianos saben ponerse en la mejor de las manos…
Esta es la gran realidad que vivimos los que tenemos fe. Dios es nuestro Padre, y en su providencia amorosa descansamos sin temor alguno. Sobre todo, cuando con la oración se ha elevado el alma hacia Dios, nos sentimos anegados en el mar inmenso de la bondad divina.
Y cuando parece —lo parece nada más, porque la realidad es otra— que Dios nos abandona a nuestras fuerzas en medio del dolor de la vida, entonces se descubre la fuerza de Dios con que salimos victoriosos de todo. Una fuerza que se manifiesta más poderosa que nunca cuando se apoya en la Cruz con la que Jesucristo venció a la bestia infernal, cuyo poder quedó destruido para siempre.
La escena del Evangelio más significativa a este propósito la tenemos en el hecho de la barca en medio de las olas embravecidas. Al grito angustiado de los apóstoles: -Señor, ¿no te importa que nos vayamos a pique y muramos?, el Señor ordena con imperio: -¡Calla, enmudece!… Y el lago furioso se convierte en una balsa de aceite. Aunque no faltó la justa regañada a los discípulos aún atemorizados: -¿Por qué habéis tenido miedo, hombres de poca fe?… (Mateo 8,23-27)
Cuando así se contempla la vida, se vive siempre en clima de paz. -Venga lo que venga, se dice el creyente, yo estoy en la mano de Dios.
Uno desaprensivo que oyó esta confesión a una mujer del campo, le suelta burlón: -¿Y si Dios te suelta?
La mujer era analfabeta, pero sabía cosas de Dios como un teólogo, y le responde muy serena:
– Primero, señor: que Dios no me soltará. De esto estoy segura. Y segundo, que si me soltara, sería para jugar conmigo como mi marido soltaba a mi niños hacia arriba para gozar agarrándolos de nuevo, sin que nunca cayeran al suelo. ¡Y hay que ver cómo gozaba su papá y cómo me reía yo, cuando ellos decían: “Papá, ma; papá, otra ve ma”!…
Esta confianza y este abandono en las manos de Dios son una constante en los Salmos de la Biblia.
Uno por todos, tal como lo exponía un escritor, modificándolo bellamente. El cantor invita al creyente:
– Tú que habitas al amparo del Altísimo, que vives a la sombra del Omnipotente, di al Señor: Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti.
Apenas oída esta invitación, el creyente exclama, como contando la experiencia propia: -El me ha librado de la red del cazador, de la peste funesta. Me ha cubierto con sus plumas, y yo me refugio bajo sus alas. Su brazo es escudo y armadura. Me he puesto junto a Dios, y él me libra. Me protege, porque conoce mi nombre. Lo invoco, y él me escucha (Salmo 90)
La escena evangélica de la barca a punto de hundirse, la veía un poeta de una manera muy singular. Un marinero tenía que marchar a cumplir su deber y tuvo que consolar a la madre que lo despedía con lágrimas: -Hijo mío, ¿y si se hunde el barco? Es un crucero muy grandes, ya lo sé; pero, ¿y si se hunde?… El hijo marchó, y ya en el barco, le escribe una carta a la madre desolada: -Madre, si te llegara la noticia de que nuestro crucero se ha hundido y que ninguno se ha salvado, no llores. el mar en que se hunda mi cuerpo no es sino el hueco de la mano de mi Salvador, de la que nadie podrá arrancarme (Gorch Fock)
Dentro del ropaje de la poesía se encierra la verdad más profunda consoladora. En el mundo podrá pasarnos lo que sea; pero nunca nos ocurrirá nada que sea más poderoso que Dios. Por eso nos repetimos con Pablo: -Y si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?… Nada ni nadie podrá arrancarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús (Romanos 8, 31 y 39)
Un caso de la Guerra Mundial, contado por un sacerdote que vivía oculto en la Rusia soviética sobre un prisionero amigo suyo. Los soldados habían recibido una orden cruel. Cae un coronel letón, y el oficial del pelotón le comunica:
– Tenemos orden de fusilar a todos los que caigan prisioneros en este frente.
El coronel, muy sereno, y ante el piquete de ejecución, le contesta: -Le voy a facilitar la faena. Se desabrocha la cazadora, y espera con el pecho descubierto la descarga. Nada. Y él: -¿Por qué no disparan?…
El oficial entonces, señalando la pequeñita cruz que el coronel llevaba en una cadenita, dice conmovido: -No puedo apuntar a ese que usted lleva colgado al cuello. Corra usted, huya, y que Dios le bendiga.
Como siempre, del ejemplo bonito, la lección provechosa. Todo hombre, criatura e hijo de Dios, tiene sobre sí clavados los ojos de Dios nuestro Padre. Pero el bautizado goza de una garantía mayor, si cabe.
El enemigo del hombre, y del cristiano en particular, atentará con toda la fuerza contra los elegidos de Dios. Pero Satanás, con todos los males y malos que ha metido en el mundo, no podrá nunca contra el Dios que ha tomado el cuidado de los suyos.
¿Entonces?… Nosotros entonces nos hallamos en la mejor de las manos, y no puede contra nosotros ni un tigre de la jungla ni un pelotón de soldados sin el permiso de nuestro Padre celestial. ¡Ya es esto sentirse seguros en la vida!…