Posiciones ante Jesucristo
16. marzo 2018 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Narraciones Bíblicas¿Qué actitudes tenemos los hombres delante de Jesucristo?… Nos lo va a decir una escena del Evangelio, conservada por Mateo, que resulta curiosa y hasta cómica y divertida.
La tarde del viernes está Pilato fatal. No puede con su alma. Su mujer le ha advertido durante el proceso de Jesús:
– No te metas con ese hombre santo. Esta noche he tenido pesadillas muy fuertes por causa suya.
Pero ha cedido cobardemente, y, contra su propia conciencia, ha dictado la condena de Jesús. Los jefes de los judíos le reclaman la redacción de la sentencia:
– Cambia ese letrero que está sobre la cruz. No pongas: Jesús Nazareno Rey de los Judíos, sino que él dijo: Yo soy el rey de los judíos.
Pilato responde malhumorado:
– Lo escrito, escrito está. ¡Dejadme en paz!
El pobre Pilato va a tener que aguantar otra noticia mala. El centurión que le certifica la muerte del Crucificado, le dice, cuando le relata lo que han contemplado sus ojos:
– Verdaderamente, éste era un hijo de Dios.
Sobre su miedo, vuelven ahora los jefes judíos con la última impertinencia:
– Pon guardia en el sepulcro. Porque ese embaucador dijo que al tercer día iba a resucitar. No se les ocurra venir de noche a sus discípulos, roben en cadáver, digan que se ha escapado vivo, y venga a ser el último engaño peor que el primero.
Pilato, cede otra vez con desgana, pero no sabe que está regalando a los judíos la trampa que ellos mismos se ponen. Dios se la va a jugar buena…
– ¡Ahí tenéis la guardia a vuestra disposición durante tres días!…
Los jefes sellan el sepulcro, y dejan a los cuatro soldados con toda confianza, pues tienen sentencia de muerte si abandonan el puesto. ¡A dormir tranquilos todos!
Sólo que al despuntar el día tercero se llenan de pavor los guardias de turno. Paganos brutotes, sólo atinan a decir con espanto horroroso:
– ¡Un dios! ¡Un dios!…
Han visto al ángel que bajaba resplandeciente del cielo y echaba a rodar la piedra de entrada como la cosa más inútil.
El muerto, sin que nadie lo haya visto, se les ha escapado vivo. ¿Qué hacer ahora? ¿Ir directamente al centurión o al Procurador Pilato? Saben que tienen pena de muerte…
Y se dirigen a los jefes del pueblo, a los que despiertan llenos de terror:
– ¡Un dios! ¡Un dios!… ¿Qué hacemos?…
Deliberan los jefes. Se dan cuenta de que han caído en su propia trampa, y de que no hay nada que hacer.
Entonces sacan buenos puñados de monedas de las arcas del templo —de las mismas arcas de donde había salido el dinero para comprar a Judas— y encargan ahora a los pobres guardias:
– Tomad, y decid que, mientras dormíais por la noche, han venido los discípulos de ése, y se han llevado el cadáver… No os preocupéis por Pilato. Ya nos lo ganaremos nosotros, y no tengáis miedo, que no os va a pasar nada.
Pocos pecados tan grandes se habrán cometido contra el Espíritu Santo como éste de los jefes judíos. ¿Cómo es que no ven con tanta luz como les enfoca?…
Pero, ¿son solamente los judíos quienes así pecaron? ¿No está ocurriendo hoy lo mismo?
Hay una actitud desconcertante frente a Jesucristo. Muchos saben que Jesucristo vive fuera de aquel sepulcro que lo encerró por tres días, de lo cual están convencidos, aunque lo nieguen en apariencia. ¿Cómo es, entonces, que se cierran ante Él, y hasta le persiguen en su Persona o en su Iglesia? Moriremos sin entenderlo…
Otros permanecen indiferentes. Como tantos habitantes de Jerusalén en aquellos mismos días. Vieron que los discípulos daban testimonio, y oyeron la relación de los soldados de guardia, porque nadie se creía el cuento de que estaban dormidos —con la pena de muerte que pendía sobre sus cabezas si se dejaban arrebatar el cadáver—, y lo imposible que era ejecutar silenciosamente el robo sin que ellos se despertasen. Sabían, pues, los habitantes de Jerusalén que Jesús había resucitado. ¿Por qué permanecieron indiferentes y no creyeron?… Siempre nos resultará otro misterio indescifrable.
Al lado de las mujeres amigas y de los apóstoles —y por gracia de Dios—, nos hallamos nosotros con una fe firme en el Señor Jesús.
Para nosotros, Jesucristo es el centro de todas nuestras ilusiones y el imán irresistible de nuestro corazón, que lo busca con ansiedad que no se contenta sino con Él y no lo suelta por nada.
Más aún: ni entenderíamos nuestras vidas sin Jesucristo en medio. Hemos recibido de Dios la gracia de creer en Jesucristo y de amarle, y, por el Espíritu Santo que nos ha arrastrado hacia el Señor, permanecemos junto a Jesucristo de modo que su vida se ha convertido en vida nuestra.
Sabemos que Jesucristo está vivo, y aunque sea entre las sombras de la fe, sentimos su presencia, lo recibimos en el Sacramento, y no suspiramos sino por estar con Él en su misma gloria. ¡Qué bien que entendemos el grito liberador: Ven, Señor Jesús!…