Bautizados en el Espíritu
18. mayo 2018 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Narraciones BíblicasPablo evangelizaba como un héroe toda el Asia Menor y la Grecia. Fundaba nuevas Iglesias y se encontraba también con discípulos del Señor, evangelizados por muchos que habían abrazado la fe. Aunque tuvo algunas sorpresas que le dejaban extrañado.
Apolo, que sería un gran discípulo y un gran evangelizador, no estaba todavía bautizado.
Llega Pablo a Éfeso, y se encuentra con lo mismo. A un grupo de unos doce hombres, discípulos y creyentes, les pregunta:
– ¿Ya recibieron el Espíritu Santo cuando abrazaron la fe?
Los otros, sorprendidos:
– ¿El Espíritu Santo?… ¿Y quién es? Nunca hemos oído este nombre.
– ¿Cómo, que no lo han oído? Entonces, ¿qué clase de bautismo han recibido?
– Pues, el de Juan Bautista.
Pablo comienza a instruirlos, y les dice:
– Juan, ciertamente, bautizaba con un rito de penitencia. Era sólo una manera de preparar al pueblo, para que recibiera bien al que había de venir después, o sea, a Jesús. Es ahora Jesús el que bautiza de verdad, y el que derrama el Espíritu Santo sobre los creyentes que reciben su bautismo.
Se convencen todos los del grupo. Se determinan a bautizarse y, cuando, acabado el bautismo, Pablo les impone las manos, baja clamorosamente el Espíritu Santo sobre ellos, empiezan a hablar en lenguas y a profetizar:
– ¡Jesús es el Cristo! ¡Jesús es el Señor!…
Ahora nosotros reflexionamos:
– ¿Qué se necesita para salvarse? ¿echar fuera el pecado? ¿llevar dentro la vida de Dios? ¿y cómo se consigue? ¿y cómo se mantiene?…
Todas estas cuestiones nos las responde esta escena, que nos ha contado el capítulo 19 de los Hechos de los Apóstoles.
El bautismo de Juan no perdonaba los pecados. Como no los perdonan tantas cosas que nosotros hacemos. Son muy buenas, pero se necesita algo más para salvarse.
Por ejemplo, cargar un anda pesada en una procesión, llevando la imagen adorada del Redentor, puede ser un hermoso acto de penitencia, pero no basta. Eso, es una preparación, una disposición, una súplica, si queremos, para alcanzar de Dios el arrepentimiento verdadero.
La conversión del corazón, y después el Sacramento, son las dos cosas que echan fuera todo pecado.
En los no bautizados, ese Sacramento de la primera gracia será el Bautismo. En los que ya estamos bautizados, será el Sacramento de la Reconciliación, con la confesión humilde de las culpas, el que nos devolverá la vida de Dios.
Pero, lo que más nos puede interesar de este hecho de Pablo y de esos hombres, es el Espíritu Santo, que se les ha dado de manera tan espectacular.
Hoy, nos llevaríamos una sorpresa si preguntáramos a muchos cristianos:
– ¿Ha recibido usted el Espíritu Santo? ¿Sabe lo que hace la Confirmación? ¿Escucha la voz del Espíritu? ¿No siente cómo le habla, cómo le hace orar, cómo le guía por el camino del bien?…
Es posible que muchos nos respondieran:
– ¿Y qué es eso del Espíritu Santo?… ¡Ah, sí, ya sé!… Es hablar lenguas raras, que no se entienden. Es eso de poner las manos para curar. Es rezar en voz alta, cantar y aplaudir…
Así nos responderían algunos. O sea, que nos contarían —porque han oído campanadas, pero no saben de dónde vienen—, los efectos que el Espíritu Santo realiza con frecuencia en las asambleas de los hermanos carismáticos.
Conocen algunas cosas que hace el Espíritu, pero no saben nada de la Persona queridísima del Espíritu Santo, el cual se nos dio en el Bautismo y en la Confirmación, que vive dentro de nosotros, y que mueve toda nuestra vida cristiana.
Otros, no. Otros saben muy bien que ese Espíritu Santo es el mayor regalo que Dios nos ha hecho, porque nos lo ha merecido Jesús con su pasión, muerte y resurrección.
Y nos seguirían diciendo:
– ¡El Espíritu Santo, Dios como el Padre y el Hijo, es el mayor tesoro que guarda el arca de mi corazón! Recibí el bautismo del Espíritu Santo, y el Espíritu Santo se ha convertido en la prenda más segura de mi salvación.
El Espíritu Santo se nos ha dado, como nos prometió Jesús, para enseñarnos toda la verdad. Y la primera que tiene que enseñar a muchos es la que se refiere a Él mismo.
Conocido el Espíritu santo, ¡cómo lo amarían!
Conocido el espíritu santo, ¡con qué docilidad seguirían sus llamadas misteriosas!
Conocido el Espíritu Santo, ¡con qué celo y con qué cuidado lo guardarían en sus almas!
¿Quién es el Espíritu Santo?… Aquel cristiano ferviente, activo miembro de la Renovación Carismática, nos lo dijo a todos muy bien:
– Lo conozco, desde que vivo en Gracia. Lo conozco, desde que lo amo. Lo conozco, desde que rezo. Pruébenlo ustedes, y sabrán lo que es felicidad.