Abraham y mi vocación

13. julio 2018 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

Una página fundamental de la Biblia es la vocación de Abraham, tal como nos la cuenta el libro del Génesis. Dios va a irrumpir definitivamente en la Historia de la Humanidad. Se va a meter entre los hombres de una manera muy diferente de cómo lo había hecho desde el paraíso hasta este momento tan trascendental.

Abraham es un hombre que vive en Mesopotamia. No conoce al Dios verdadero, el Creador del cielo, de la tierra y de todas las cosas. Es un politeísta que adora a los varios dioses de su patria. Pero Dios, el Dios único y verdadero, se le aparece y le habla de una manera clara e inconfundible:
– Abraham, sal de tu tierra, de tu patria, de tu parentela, y dirígete hacia el país que yo te indicaré.
Abraham se queda desconcertado.
– ¿Que me vaya a otra parte? ¿Hacia dónde? ¿Qué país me señalará? ¡Con las dificultades que entraña el dejar aquí todas las cosas, hasta mis seres más queridos, pues me dice que me aleje de todos mis familiares! ¿Qué querrá hacer de mí este Dios?…
Dios entonces prosigue:
– Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y llegarás a ser una verdadera bendición. Porque en ti y en tu descendencia serán bendecidas todas las familias de la tierra.
Abraham no sale de su asombro. Pero, una cosa ve clara: que este Dios es diferente de los otros dioses. Es un Dios verdadero. Un Dios viviente. Un Dios personal. No le conocía hasta ahora, pero en adelante será su único Dios. Y Abraham no discute con el Dios que se le presenta. Cierra los ojos, no tiene ninguna garantía, pero cree en esa palabra tan solemne que se le da.
– Sara –le dice a su mujer–, tenemos que partir…
Se dirige ahora a su sobrino:
– Lot, ¿quieres venirte conmigo?…
Y les manda a todas las personas de su servidumbre:
– Muchachos, muchachas, hay que preparar todo lo que tenemos, porque debemos marchar muy lejos.
Vienen días de preparación intensa, pues hay que llevar los enseres, los rebaños, todo lo que puede trasladar un trashumante para instalarse en un país lejano. Y comienza la marcha de toda la comitiva, con días y días de camino, hasta llegar a la tierra de Canaán. Atrás quedan muchos recuerdos, lazos familiares, esperanzas perdidas… Pero ese Dios misterioso llama, y Abraham, hombre de fe, no duda, aunque no vea de momento nada. Llega hasta Siquem, donde oye de nuevo la voz de Dios:
– Mira, a tu descendencia le daré todo el país en que ahora estás.
El peregrino levanta allí un altar e invoca a su nuevo Dios. Pero, no se detiene. Sigue la marcha hacia el Sur, atraviesa la Palestina, hasta plantar sus tiendas en las estepas de Negueb…

Ahora, a esperar los acontecimientos. Dios ha hablado. No se vislumbra nada que pueda dar una pista sobre los planes de Dios. Pero Abraham no duda. Es el hombre de la fe, una fe que está en sus principios, pues va a ser sometida a pruebas cada vez más duras… Por algo ha pasado a nuestra lengua, como un refrán, ese dicho: Tiene más fe que Abraham…

Todos hemos leído siempre en este hecho la realidad de la vocación divina. Vocación en el más amplio sentido de la palabra.
Vocación de la Humanidad, a la que Dios quiere sacar de la ignorancia y del pecado para llevarla hasta la salvación. Porque al fin todo va a desembocar en el gran descendiente de Abraham, en Jesucristo, por quien serán bendecidas todas las gentes.

Hemos mirado también siempre en Abraham el hecho de la vocación personal. Cada uno tiene la suya. A cada uno le ha colocado el Espíritu de Dios en un puesto determinado, en un género de vida estable, para bien del mundo y, sobre todo, para bien del Reino, para servicio de la Iglesia.
Y cada uno respondió al llamado de Dios con generosidad.
Se entró en la profesión con sueños grandes de triunfar.
Se abrazó el matrimonio con la ilusión mayor que se puede dar.
Se entregó uno a la piedad, a la oración, al apostolado, con ideales divinos…

La promesa de Dios ha estado siempre a la vista. Pero llega el momento del oscurecimiento del ideal. ¿Qué hacer cuando no se ve nada, cuando llegan las dudas, cuando se cierran todos los horizontes?…

Es una equivocación pensar que uno se equivocó al casarse;
al escoger conscientemente una profesión;
al ponerse a disposición de la Iglesia para darse a una obra de apostolado o de caridad;
al servir a la patria con generosidad en la política o en actividades ciudadanas. No, nadie se equivoca cuando elige con recta intención.
Calladamente, pero ahí está el Espíritu Santo guiando de la mano a cada uno hacia su puesto, ese puesto elegido por el mismo Dios.

Lo importante es hacer como el Patriarca Abraham, que será siempre un modelo luminoso. Cerramos los ojos como lo hizo él, y nos decimos con profunda convicción:
– ¡Adelante, que quien guía la vida es Dios, el Dios que me llamó! ¡Dios lo quiere, y aquí estoy!…
¡Fiarse de Dios! ¿No será ésta la clave para la paz de corazón?… ¿Habrá algo que dé tanta seguridad como la fe, aunque no se vea nada?… Aparentemente, no se ve nada con la fe. Pero no hay nada que difunda tanta luz como una fe firme, firme como la del patriarca Abraham…

 

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