Cristianos de una pieza…
21. diciembre 2018 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Narraciones BíblicasPocas páginas de los Hechos de los Apóstoles son tan bellas y emotivas como la que nos narra la fundación de la Iglesia de Antioquía, que tuvo consecuencias extraordinarias (Hechos 11, 19-30)
La muerte de Esteban había dispersado a muchos discípulos, sacándolos de Jerusalén y esparciéndolos por diversas partes de las naciones vecinas. Los Hechos nos señalan especialmente Fenicia, Chipre y Antioquía de Siria, una de las ciudades más importantes del Imperio.
Llegan los dispersos y se dirigen a las sinagogas judías anunciándoles con ardor la Buena Nueva:
– ¡Jesús, el crucificado por Pilato, es el Cristo que esperaban nuestros padres! ¡Resucitó, mandó su Espíritu Santo, y hoy son muchos los creyentes que tiene en Jerusalén y en toda la Judea!…
Pero lo más importante no es el anuncio que los judeocristianos hacen de Jesús, sino el de los convertidos del paganismo, que se desbordan de la sinagoga con ímpetu arrollador, y proclaman ante los gentiles:
– ¡Jesús es el Señor, enviado por el Dios de los judíos para salvar al mundo! Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros, además de los judíos, hemos recibido su Espíritu Santo. Todos están llamados a formar parte del nuevo pueblo de Dios.
Y lo que dicen, lo hacen. Judíos y paganos, todos ahora creyentes en un mismo Señor, viven unidos, se aman, rezan juntos, y Dios los autoriza con su poder realizando milagros antes nunca vistos. La ciudad está que arde. Entre tantos dioses que griegos y romanos han dado a los pueblos, ahora viene éste Cristo desbordándolos a todos. Y penetra de tal manera en el pueblo, que la gente empieza a llamar cristianos a los seguidores del nuevo Dios…
Llega la noticia de este movimiento a la Iglesia de Jerusalén, y muchos se alarman. Los integristas de la Ley no lo aceptan: -¿Cómo es posible que judíos y paganos vivan juntos, coman juntos, y tengan todo en común?…
Otros, más abiertos, arguyen: -¿Todavía no entienden lo que le ha pasado a Pedro con Cornelio, el Centurión romano? Si el Espíritu Santo ha descendido sobre los paganos igual que sobre los judíos, ¿qué diferencia hay entre nosotros y ellos? Si el Señor Jesús dijo que seríamos todos bautizados en el Espíritu Santo, y el Espíritu Santo bajó sobre ellos, ¿quiénes somos nosotros para establecer diferencias en la comunidad?…
Los Apóstoles se deciden a mandar a Antioquía un delegado bueno y de toda confianza, Bernabé: que vaya, que observe, y que después informe.
Y Bernabé, ya en Antioquía, se queda pasmado: -¿Cómo es posible tanta gracia de Dios?…¡Sigan, sigan! Permanezcan fieles al Señor… Yo me marcho para Tarso a buscar a Saulo. Sé quién es, lo conozco bien y ya verán lo que les traigo con él…
Bernabé sabía el paso que daba. La Iglesia se iba a abrir con Pablo de una manera definitiva a los paganos, para no ser en adelante más que un solo Pueblo de Dios, formado por los judíos fieles, por el Resto profetizado, y por los gentiles que iban creyendo cada vez más numerosos. Así habla Bernabé a Pablo: -¡Vamos, Saulo! En Antioquía vas a empezar con aquella misión que te asignó el Señor cuando le dijo a Ananías en Damasco: que tú eras el elegido para llevar su nombre a todas las gentes.
Un año pasan en la gran ciudad engrandeciendo y fortaleciendo a aquella Iglesia tan esperanzadora. Y se presenta un acontecimiento que va a tener también mucha repercusión para el futuro de la Iglesia universal en los siglos por venir. Agabo, profeta iluminado por el Espíritu, anuncia un día la triste noticia: -Se va a echar sobre toda la tierra un hambre terrible. Estén preparados. Los hermanos de Judea van a padecer mucho por ella.
Los fervientes cristianos de Antioquía se aprestan a recoger dinero y víveres, reúnen una gran cantidad, y mandan a Bernabé y Saulo a Jerusalén con aquella gracia de Dios. Los apóstoles van a ver por esta caridad que la Iglesia de Antioquía no era para preocupar: sabía vivir el amor con gran generosidad.
Tres hechos, bellos porque sí, nos llaman poderosamente la atención en esta página de los Hechos.
El más significativo: ¡Cristianos por primera vez! Y con el nombre de cristianos —inventado por los paganos, que así se les ocurrió denominar a los secuaces de la nueva secta de ese tal Cristo—, nos seguimos llamando nosotros, con un nombre que es nuestro mayor timbre de gloria. ¡Cristianos!…
¿Y quiénes hicieron el milagro de multiplicar el número de los creyentes de aquella manera tan prodigiosa? Ya lo vemos, los fugitivos y perseguidos, que llevaban dentro el fuego de Pentecostés. Creían en Jesús, el Crucificado y Resucitado, y no se aguantaban sin predicarlo, sin hablar a todos los que veían y trataban, hasta comunicarles su entusiasmo, su misma fe, su amor al Señor.
Pero la fe de aquellos cristianos, ¿era una fe muerta? No. Y lo demostraban con su caridad. El gesto de aquella colecta se repetirá siempre en la Iglesia: basta una gran necesidad en otra parte, una calamidad provocada por alguna catástrofe de la naturaleza, por una guerra, por la plaga de una enfermedad…, y se nos pide ayuda. ¿Hasta dónde llega entonces la generosidad de los cristianos de hoy?…
Cristianos… apóstoles… entregados al amor… Cristianos completos de una pieza, en una Iglesia modelo de tantas Iglesias como le iban a seguir en todo el mundo y siglo tras siglo. El Espíritu no se detiene fácilmente. No se detiene nunca, mejor dicho. La Iglesia, misionera siempre, nos llama: -¡Animo, cristianos! Muchos de los hombres que nos rodean, no quieren sino que se les hable de ese Jesús que nosotros llevamos dichosamente en el corazón…