Las fieras vencidas
4. enero 2019 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Narraciones Bíblicas¿Podrá alguna vez la impiedad, por fuerte que sea, vencer al cristiano que es fiel a su Dios?… La respuesta nos la va a dar un hecho de la Biblia que tantas veces hemos oído narrar (Daniel, 6)
El rey Darío se había hecho con la Persia después de aquellos reyes legendarios Nabucodonosor y Baltasar. Al organizar el nuevo monarca su enorme imperio pensó en aquel muchacho judío llamado Daniel, que tanto se había distinguido con los reyes anteriores. Ciento veinte jefes con categoría de gobernadores se distribuían por todas las regiones, al frente de los cuales había tres supervisores con Daniel como superintendente, por su capacidad excepcional y su fidelidad al soberano. Pero se echó sobre él la envidia:
– ¡Hay que acabar con ese Daniel! ¿Y cómo lo hacemos?… Es inútil buscar en él un detalle de mala conducta, porque es intachable. ¿Cómo nos las arreglamos?…
Y, a fuerza de discurrir, traman astutamente un plan bien efectivo:
– Proclamamos como dios al mismo rey, al que hacemos firmar un edicto irrevocable, como lo exige la ley de nuestro país. Ese Daniel adora nada más que al Dios de Israel, al que reza tres veces cada día. Pues bien, el edicto real ha de prohibir la adoración y las plegarias a cualquier dios que no sea el mismo rey. Pillamos a Daniel in fraganti, y, ley en mano, se le condena a muerte.
Unánimes en este parecer, se presentan a Darío:
– Majestad; hemos deliberado que conviene publiques un edicto exigiendo que cualquiera que adore a otro dios fuera de ti en el espacio de treinta días sea arrojado en el foso de los leones. Se necesita que firmes el decreto para que, según nuestra constitución, sea irrevocable.
Darío, halagado en su vanidad de nuevo dios, firma el decreto. Se entera Daniel, y, valiente, se dirige sin miedo a su casa que, en el piso superior, tenía las ventanas orientadas hacia la lejana Jerusalén, y se dice resuelto:
-¡Yo no adoro al rey! Y, pase lo que pase, tres veces cada día rezaré a mi Dios con los ojos puestos en mi patria lejana.
Sus enemigos están al tanto y, de repente, se abalanzan sobre la casa, suben al piso de arriba, y sorprenden a Daniel fervoroso en sus plegarias.
– ¡Ya estás, y de ésta no te escapas!…
Los acusadores, con su odiado jefe maniatado, se presentan ufanos ante Darío, al que exponen el caso:
– Majestad: ¿no firmaste una prohibición ordenando que nadie, bajo pena de muerte, rezase a otro dios u hombre fuera de ti?
– Así es; y ese decreto es irrevocable según nuestras leyes.
– Pues, bien; este Daniel, el deportado judío, no respeta ni tu persona ni tu decreto, y cada día ora tres veces a su Dios, tal como lo hemos sorprendido nosotros.
– ¡No! ¡No puede ser! ¡Daniel no puede morir!, exclama destrozado el rey, que quiere salvar de todas maneras al acusado.
– ¡Majestad! Sabes que no puedes reformar la ley, y Daniel debe morir.
– ¡Daniel! ¡Daniel! No tengo más remedio. Has de ser echado a los leones. Pido a tu Dios, al que sirves tan fielmente, que te salve…
Daniel es arrojado en el foso de los leones hambrientos y cerrada la boca con una losa enorme. Acabado el día, el rey se va a descansar sin haber cenado, sin divertirse con sus mujeres y concubinas, y le es imposible conciliar el sueño en toda la noche. Al amanecer, no aguantando más su angustia, se dirige por su propio pie al foso, ausculta, y llama con voz trémula y con lágrimas en los ojos:
– Daniel, siervo del Dios vivo, ¿ha podido tu Dios librarte de los leones? ¡Respóndeme!
– Sí, mi rey. Mi Dios ha mandado su ángel, que ha cerrado las fauces de los leones, los cuales no han podido nada contra mí, porque soy inocente ante mi Dios y porque en nada he faltado contra ti, mi rey.
Sabemos el final. Daniel sale ileso. El rey manda arrojar en el foso a sus acusadores con sus mujeres y sus hijos, que son devorados en un instante por las fieras, y Darío extiende un decreto bien sensato:
– A todas las gentes de nuestros reinos. Que vuestra paz crezca sin cesar. Ordeno que en todo mi imperio sea respetado y adorado el Dios de Daniel, el único Dios verdadero y cuyo imperio no tendrá fin.
No cuesta mucho entender el mensaje de esta página tan bella de la Biblia, en la que se conjugan el lejano hecho histórico y la acertada interpretación popular, surgida en tiempos de persecución religiosa.
En nuestros tiempos de ateísmo, de alejamiento de Dios, de abandono de Dios en grandes partes de la sociedad, nosotros mantenemos firmes nuestra fe. Y rezamos a Dios. Y participamos en la Misa. Y formamos en los grupos de oración.
Y estudiamos la Biblia en nuestras reuniones. Hagan los demás lo que quieran ⎯los respetamos y rogamos por ellos⎯, nosotros sabemos que Dios no nos abandona, que nos manda la custodia de sus ángeles, que nos cuida como la pupila de sus ojos.
Porque esta es la respuesta de Dios para los que le permanecen fieles. Hoy el cristiano vive en actitud de resistencia frente a un paganismo nuevo, caracterizado por nuevos detalles, pero siempre con la misma faz: negación o alejamiento de Dios. La Iglesia, el nuevo Israel de Dios, nos pide a sus hijos la valentía de Daniel. No renegamos de Cristo, ni de su doctrina ni de sus leyes. Con nuestra fidelidad, el Reino definitivos será indefectiblemente nuestro.