Los milagros de los ciegos

11. enero 2019 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

Entre los muchos milagros de Evangelio destacan por su vistosidad y simpatía los realizados por Jesús con los ciegos. Jesús, al mostrarse poderoso contra la invidencia, nos venía a decir que había otra ceguera peor que aquella física, y que Él quería hacer desaparecer de la tierra: la ceguera de los incrédulos.

El primer hecho nos lo cuenta Mateo (9,27), y lo podemos localizar en Cafarnaum. Pasa Jesús por las calles, empiezan a seguirle dos ciegos, unidos ambos en la común desdicha, y comienzan a gritar a todo pulmón:
– ¡Ten piedad de nosotros, hijos de David!
Lo siguen hasta la casa donde entra Jesús, el cual les pregunta:
– ¿Creéis que puedo hacer esto de daros la vista?
– ¡Sí, Señor! ¡Claro que puedes!
Les toca los ojos, y les dice:
– Bien, que se haga en vosotros según vuestra fe.
Se les abren los ojos a la luz, y escuchan los dos afortunados este aviso serio de Jesús:
– Marchad, pero cuidado con que lo sepa nadie.
No podía dar Jesús encargo más inútil. Porque los dos van pregonando por todas partes: ¡Jesús, Jesús, el Maestro de Nazaret nos ha abierto los ojos!…

El otro caso nos lo cuenta Marcos.
Ocurre en Betsaida, el pueblo de Pedro y Andrés. Llega Jesús a la población y le presentan un ciego. Jesús no lo cura sin más, sino que usa todo un ceremonial. Lo toma de la mano, lo conduce a las afueras de la aldea, le unta con saliva los ojos, le impone la mano, y le pregunta:
– ¿Ves algo?
El ciego abre los ojos, y responde:
– Veo hombres; los veo como árboles que se mueven.
De momento, lo ve todo confuso. La curación se realiza poco a poco. Sabía distinguir bien entre árboles y hombres, y esto hace suponer que se trataba de uno que antes veía, pero que había perdido la vista por enfermedad. Empieza a ver:
– Sí, sí, distingo mejor, pero no del todo bien.
Jesús le toca de nuevo los párpados, y ahora sí, ahora ve todo con claridad. Jesús quiere evitar la popularidad, y le encarga severo:
– ¡Marcha, y no entres en el pueblo!
Aunque no lo diga el Evangelio, es de suponer que el aviso de ahora fue tan inútil como el dado a los dos ciegos anteriores. ¿Qué iba a hacer el que reventaba de felicidad, sino contarlo a todos?… (Marcos 5,22-26)

El tercer caso fue muy simpático, ocurrido a las puertas de Jericó. Jesús va rodeado de un verdadero gentío. Y dos pobres ciegos, uno de los cuales se llamaba Bartimeo, oyen que está el famoso Rabí de Nazaret. ¡Esta es la nuestra!, se dicen. Y comienzan ambos a gritar desaforadamente:
– ¡Jesús, hijo de David, ten piedad de nosotros!
La gente se enoja:
– ¡Callad, y no gritéis así! Dejad de molestar…
Pero ellos siguen gritando cada vez más. Hasta que Jesús ordena:
– ¡Traédmelos aquí!
Ahora la gente cambia de parecer:
– ¡Animo! ¡Que os llama! ¡Venid!
Bartimeo, en su felicidad incontenible, arroja el manto y llega saltando hasta el Maestro, que les dice a los dos:
– ¿Qué queréis que os haga?…
¡Vaya con qué sale Jesús! ¿Qué le iban a pedir dos ciegos?…
– ¡Señor, que veamos!
Jesús les toca los ojos, recobran ambos la vista, y le siguen entre la turba, es de suponer que alborotando a todos con sus gritos de alegría loca (Mt 20, Mr 10, L 18)
Omitimos la curación más famosa, narrada extensa y dramáticamente por Juan y que cada año leemos en el cuarto domingo de Cuaresma (Juan 9). Para nuestra reflexión de hoy nos bastan los casos anteriores.

Si nos inclinamos compasivos sobre cualquiera que padece una enfermedad, los privados de la vista nos inspiran un cariño especial (Y, entre paréntesis: a los hermanos invidentes que están escuchando, vaya nuestro más entrañable saludo). Como en tantas otras cosas, solemos padecer equivocaciones lamentables.

¿Se nos ocurre dolernos por los ciegos más ciegos que existen en el mundo, y que son los que no tienen fe?… Contemplan el cielo azul, penetran en los misterios de las estrellas, examinan la tierra con todas sus maravillas, y todo eso no les dice nada que pueda traspasar la materia…
Sienten alzarse en su alma el grito de la conciencia, y no adivinan de dónde viene un grito semejante…
Oyen leer la Biblia, ven la Iglesia, se les dice que todo eso es la Palabra y la Obra de Dios, y contestan con desdén: ¿Dios? ¿Y quién es Dios? DIOS no son más cuatro letras en una palabra monosilábica…

Así habla el hombre sin fe: ¡y ése sí que es el ciego de veras!
Mientras que el hombre con fe, aunque sea ciego, ve siempre la luz, y conoce más secretos de Dios que si observara el universo con el telescopio más potente.
Y así, por nosotros y por ellos, no se nos cae de los labios la plegaria de aquel pobrecito del Evangelio: “Creo, Señor, pero aumenta mi poca fe”…

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