En los albores del Evangelio

18. enero 2019 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

Si ponemos en juego nuestra imaginación, nos resulta casi una aventura el seguir las huellas de Pablo y de Bernabé por el Asia Menor en los comienzos de la predicación del Evangelio a las naciones paganas.

El inicio es bello, aleccionador y siempre repetido y actual en la Iglesia (Hechos 13-14). Estaban todos los discípulos reunidos en Antioquía de Siria, cuando oyen distinta la voz del Espíritu Santo:
– Separadme a Bernabé y a Saulo para la misión a que los tengo destinados.
Emociona el recordarlo. Los presbíteros les imponen las manos, oran, ayunan, toda la asamblea les provee de lo imprescindiblemente necesario, y… ¡Vayan en el nombre de Dios! ¡Anuncien el Evangelio! ¡El Señor Jesús los acompaña!… Era la primera misión de la Iglesia naciente hacia el mundo infiel.

Primer destino: Chipre. Y empieza aquí la evangelización como empezará en todas partes. Acogida benévola en la sinagoga, porque los judíos son los primeros destinatarios del Evangelio. Acogida todavía más benévola de los prosélitos creyentes en el Dios de Israel, y acogida entusiasta de los paganos, que se ven llamados a la salvación. Esta primera parte es invariable.
Pero, viene la segunda: algún judío que solivianta a toda la sinagoga, revoluciona a la población, levanta la persecución contra los apóstoles, que tienen que escaparse, pero que resulta al fin una providencia de Dios para llevar el Evangelio a otra parte…

En la isla de Chipre conquistan para el Señor Jesús, como primer creyente, al mismo procónsul romano. Pero sale el judío Elimas, hechicero malo de verdad, al que se enfrenta Pablo con energía: ¡Embaucador, embustero empedernido, hijo del diablo! Dios te castiga. Vas a quedar ciego, hasta que reconozcas la mano de Dios y dejes de hacer el mal…

De Chipre saltan a tierra firme. Primera ciudad evangelizada, Antioquía de Pisidia. Y lo de siempre: la sinagoga que levanta la persecución, Pablo y Bernabé que se marchan después de sacudir el polvo de sus sandalias, pero allí quedaban, llenos de gozo, “todos los que creyeron, porque estaban destinados a la vida eterna” (¡Qué inciso tan bello de Lucas en el libro de los Hechos!)

Esta vez, de Antioquía a Iconio, donde va a haber una gran cosecha de creyentes. Lo mismo de judíos que de gentiles. Pablo y Bernabé se sienten felices y agradecidos a Dios, y se detienen en la ciudad por bastante tiempo.
Pero, al final, la consabida persecución. La ciudad se divide en dos, mitad por los judíos, mitad por los apóstoles. Hasta que se corre la voz: ¡A apedrearlos! ¡A matarlos!… Pablo y Bernabé, adivinan en la persecución, como siempre, el impulso del Espíritu: ¡Pues, bien! Nos vamos a Listra, que allí encontraremos un buen campo para el Evangelio…

Y Listra y sus alrededores escucharon con gozo la Buena Nueva. Aunque en Listra va a suceder algo que resultó al fin una tragicomedia. Un paralítico, que nunca había podido caminar, escucha atentamente a Pablo, el cual adivina una gran fe en el pobre enfermo. Lo mira fijamente, y le ordena al fin:
– ¡Levántate y ponte derecho!
El enfermo da un alto y comienza a andar. La gente, entusiasmada hasta la locura, va gritando por las calles:
-¡Dioses en forma humana han bajado hasta nosotros! Son dioses, Zeus y Hermes. Uno, ese que se llama Bernabé, es Júpiter; el otro, el pequeño Pablo, es Mercurio. ¡Son dioses! ¡Son dioses!…
Toman la cosa tan en serio, que organizan una fiesta sagrada. El sacerdote de Júpiter hace traer ante el templo toros adornados con guirnaldas, para sacrificarlos, rodeado de toda la gente, sobre al altar en honor de Bernabé y Pablo. Horrorizados los dos ante la idolatría sacrílega, Pablo se enfrenta a la multitud:
– ¿Qué van a hacer? ¡Nosotros no somos dioses sino unos simples mortales, que les anunciamos la Buena Noticia para que, abandonando esos falsos dioses, se conviertan todos al Dios vivo, al Dios del cielo y de la tierra.
Pablo llega a duras penas a calmarlos. Se ganan la simpatía de la gente. Pero, ¡no faltaba más!, vienen los judíos de Antioquía de Pisidia, y lo que no pudieron hacer allá, lo realizan aquí. Se ganan a unos cuantos, arrastran a Pablo a las afueras de la ciudad, lo envuelven a pedradas, y, creyéndolo muerto, allí lo dejan tendido en el suelo. ¡Ya no hablará más!… Pero no había muerto. Unos cuantos discípulos lo rodean, se lo llevan, lo esconden, y al día siguiente lo encaminan con Bernabé hacia la ciudad de Derbe.

De aquí desandan todo el camino hasta regresar a Antioquía de Siria, de donde habían partido. Recorren las ciudades antes evangelizadas, y en todas partes van repitiendo, para animar y fortalecer a los creyentes, unas palabras que después repetiremos tanto en la Iglesia: – Tenemos que pasar por muchas tribulaciones para poder entrar en el Reino de Dios.

Así comenzó la evangelización de los pueblos paganos. Así comenzará después en todas las naciones a través de los siglos. Y siempre con las mismas características. La Iglesia que manda sus misioneros, Crucifijo al pecho, y proveyéndolos desde la retaguardia con la oración y con la ayuda material que pueda proporcionarles…
Y está después la aceptación del Evangelio con gozo por los llamados a la fe, señalados por Dios para la salvación…

La consabida persecución, tantas veces con derramamiento de sangre, porque el mundo será siempre enemigo de Jesucristo.
Pero, al final, el triunfo de la fe. El Reino de Dios que se instala. Los elegidos que llenan las iglesias de las nuevas comunidades cristianas. Y Jesús que sigue diciendo (Juan 4,38): “Levantad la vista y mirad los sembrados, que están ya maduros para la cosecha”…

 

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