Filipos

15. febrero 2019 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

Repasando los Hechos de los Apóstoles, nos encontramos con una Iglesia encantadora de verdad: la de Filipos. Estaba Pablo en Asia Menor, y, durante la noche, la visión de aquel hombre que le grita con acento de angustia:
-¡Pasa a Macedonia, y ven a ayudarnos!… Pablo entiende, y, sin perder un día, se embarca para la Europa que abre sus puertas al Evangelio.
Y lo hace por esta ciudad de Filipos, importante colonia romana. Es la primera vez que aparece Lucas, y escribe en primera persona. Tenemos al querido Lucas con nosotros, cuyo Evangelio y este libro de los Hechos son de lo mejor que leen nuestros ojos.

Es una tarde soleada. Pablo y sus compañeros han pasado algunos días en la ciudad medio descansando, y el sábado se dirigen a las márgenes del río. Saben que van a encontrar allí grupos interesantes: mujeres que lavan la ropa, distraídos que pasean, pero, sobre todo, un grupo de adoradores del verdadero Dios, al que habían conocido por judíos de otras partes, ya que en Filipos ni tenían sinagoga, de tan pocos o ninguno que debían ser.
En efecto, encuentran allí un grupo de mujeres para la oración. Rezan, cantan como de costumbre, hasta que Pablo pide la palabra y expone la doctrina del Señor Jesús. Se destaca una mujer, que se identifica: -Soy adoradora de Dios, vengo de Tiatira y llevo adelante en esta colonia el comercio de la púrpura. ¡Yo creo en el Señor Jesús que anunciáis!

Lucas condensa todo el episodio en unas solas palabras, como si todo lo que narra de Filipos hubiera acaecido en uno o dos días. Pero, no. La estadía de Pablo se prolongó por varios meses, y todos los hechos se sucedían con una calma y paz nunca antes vistas por Pablo.
Lidia es catequizada, y, con todos los suyos —quizá también con algunos de los dependientes de su próspero negocio—, recibe el bautismo, y con ella comienza a funcionar una Iglesia formada por unos cristianos venidos todos del paganismo, ya que no había judíos.
Pablo y sus compañeros se acomodan en la humilde posada de los mercaderes, trabajando en lo que pueden a fin de no gravar a nadie. Pero Lidia, mujer de empuje, les propone decidida: -Ya que me creyeron digna de la fe del Señor, quiero que todos entren y se queden en mi casa.
Pablo rehusa. Pero Lidia no para un día y otro:
– ¡Los quiero en mi casa! ¡Vengan a vivir aquí!
Lucas confiesa que los “forzó”. Fue cuestión de verdadera insistencia. Y Pablo, comprensivo, hace una gran excepción en su vida, y acepta. Era muy grande el cariño de aquella mujer y de los creyentes de Filipos, y no supo resistir. Por primera vez, Pablo vive un poco acomodado.

Aunque no va a tardar en echarse encima la persecución, y esta vez no va a ser de parte de los judíos, sino de unos vívales que explotan a una muchacha pitonisa, que va proclamando por las calles: -¡Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, y os anuncian el camino de la salvación!
Así un día y otro día. Hasta que Pablo se harta. Porque adivina que en este caso es el demonio quien actúa, igual que hiciera con aquel endemoniado de que habla Marcos: ¡Sé quién eres, el Santo de Dios!
Por eso, Pablo sale un día al encuentro de la pitonisa adivina, y le ordena con imperio al demonio:
– ¡En nombre de Jesucristo, te mando que salgas de ella!
Aquí estuvo todo. Los dueños de la muchacha, que sacaba para ellos tanto dinero con sus adivinaciones, al ver que han perdido el pingüe negocio, arrastran a Pablo y a Silas al foro, los acusan ante las autoridades de violar las leyes romanas, y los magistrados, con juicio sumarísimo y sin escuchar la defensa, dan la orden a los lictores: -¡Separarlos, desnudarlos, azotarlos!…
Viene la flagelación cruel, acabada la cual completan la sentencia con otra orden injusta: -¡A la cárcel, y en el lugar más seguro!
El carcelero cumple a rajatabla. Hechos una pura llaga, caen al suelo en el último calabozo, son sujetados por los pies, se cierra la puerta, y allí quedan los dos discípulos de Cristo. Rezan, cantan en voz alta, mientras los de los otros calabozos maldicen su suerte. Y, a media noche, el terremoto milagroso, que suelta todas las cadenas y abre las puertas. El intento de suicidio del carcelero. Al día siguiente, el miedo horrible de los magistrados, que habían condenado a dos ciudadanos romanos… Todo hizo que Pablo y Silas, bien aconsejados, abandonasen Filipos para ir a la fundación de otra Iglesia en Tesalónica.

Filipos forma una Iglesia preciosa. La que llenó a Pablo de más hondas satisfacciones. Cariñosa, agradecida, ferviente. Cuando Pablo esté preso, Filipos será la única que le envíe recursos, y nos merecerá a nosotros una carta que es de lo más tierno que salió de la pluma de Pablo.
¿El secreto de la forma de ser de esta Iglesia? No resulta nada difícil el verlo: empezó por una mujer, la primera que aceptó el Evangelio, y desde el primer momento se nota el sello femenino en esta comunidad cristiana, la primera de Europa fundada por Pablo.

Lidia, mujer negociante, decidida, líder, nos dice lo que es capaz de hacer la mujer en la Iglesia. Ayuda imponderable en muchos ministerios —cuando éstos exigen amor—, la mujer ha sido llamada a desempeñar un papel insustituible en la evangelización y en el desarrollo de la vida dentro de la Iglesia.

En nuestros días de feminismo, de promoción y de liberalización de la mujer, resulta magnífico encontrarse en la Palabra de Dios con un caso como el de Lidia. ¡Cuántas cosas cambian, hasta en las obras de Dios, cuando en ellas se mete la intuición, el cariño y la entrega de la mujer!…

 

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