La estatua de Nabucodonosor
22. febrero 2019 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Narraciones BíblicasEl sueño del rey Nabucodonosor pudo costar la vida a todos los sabios y adivinos de Babilonia, porque el rey pedía un imposible. ¿Cómo iban a saber los adivinos interpretar el sueño, si el rey no se lo contaba? Pero, así eran los caprichos de aquellos reyes orientales: -¿No adivinan qué sueño tuve? Entonces, todos los sabios de Babilonia van a morir hechos pedazos. ¡Que se ejecute la sentencia! Daniel estaba entre los sabios, y debía morir también.
Pero, se presenta al jefe de la guardia que tenía que ejecutar el cruel mandato del rey, y le propone con prudencia:
-¿Cómo es posible que el rey haya dado semejante orden? Pídeme audiencia con él. Pero antes, dame tres días para pensar. Los tres días fueron en oración de Daniel y sus tres compañeros.
Pasados, el jefe se presenta a Nabucodonosor: -Majestad, un joven de los cautivos de Judá puede interpretar tu sueño. Quiere verte, y te lo hago venir.
Ya ante el rey, oye sin más. -¿Eres capaz de referirme el sueño que he tenido y descifrar su contenido?
Daniel responde sereno:
– Pides, oh rey, un imposible. No hay sabio que pueda descifrar un sueño que no conoce, y tú no lo cuentas, porque dices que también lo has olvidado. Pero, hay un Dios en el cielo que revela los secretos, y me los ha revelado a mí. Escúchame, a ver si te digo el sueño que tuviste.
Tú, oh rey, contemplaste esta visión. Una enorme estatua, de extraordinario esplendor y terrible aspecto, se empezó a alzar delante de ti. Su cabeza era de oro puro; el pecho y los brazos de plata; el vientre y los lomos de bronce; las piernas de hierro; y los pies, parte de hierro y parte de arcilla.
Nabucodonosor se asombra: ¡Si! Es cierto. Así, así era el sueño…
– Pues, bien, oh rey. Escucha lo que sigue, que aún no he terminado con el sueño. Mientras mirabas, una piedra se desprendió del monte, sin intervenir mano alguna, vino a dar contra los pies de la estatua, que eran de hierro mezclado con arcilla, y los pulverizó. Toda la estatua se hizo pedazos, y de ella no quedó nada, como la paja de la era en verano que el viento arrebata y se lleva sin dejar rastro.
Cada vez más asombrado Nabucodonosor, exclama: ¡Cierto, cierto!…
– Pero, mira, oh rey, lo más importante. La piedra que bajó por sí sola y que había chocado contra la estatua, se convirtió en una gran montaña que llenó toda la tierra.
-¡Justo, justo! Así fue todo, exclama alborozado el rey. Quiero saber ahora la interpretación de ese sueño, que no me ha dejado en paz durante estos días. ¡Dímela!
Daniel habla ahora con una gran seguridad:
– La interpretación es ésta, oh rey. Tú tienes un reino muy poderoso. Desde Babilonia, eres dueño de toda la tierra. Eres la cabeza de oro. Pero, después de este tu imperio, vendrá otro, el de la plata, que te arrebatará el tuyo. A este segundo, le seguirá el de bronce, que dominará toda la tierra. Y finalmente, surgirá el cuarto reino, fuerte como el hierro, que destroza y pulveriza todo. Pero la estatua imponente de estos cuatro imperios tenía arcilla en los pies, que era su punto débil. Por eso, la piedra que chocará contra ellos, pulverizará y aniquilará a todos esos reinos. Esa piedra es el reino que hará surgir Dios, un reino que jamás será destruido y cuya soberanía no pasará ningún otro pueblo.
Nabucodonosor estaba pasmado. Acepta la interpretación de Daniel, lo colma de honores, y confiesa convencido ante el Dios de los judíos:
– En verdad, vuestro Dios es el Dios de los dioses, el señor de los reyes, el revelador de los secretos. Tú solo, Daniel, guiado por tu Dios, has sido capaz de adivinar mi sueño y darle su interpretación (Daniel 2)
¿Dónde está la fuerza de esta página tan interesante de la Biblia? Pasados todos los acontecimientos de aquellos siglos últimos del Judaísmo, desde Babilonia hasta la destrucción de Jerusalén, se ha podido dar la interpretación adecuada a una visión tan grandiosa. Los judíos redactores del libro de Daniel, expresaron aquí su esperanza en el próximo Mesías, y no se equivocaron.
Se sucedieron los imperios más fuertes uno tras otro. Al de Babilonia, la cabeza de oro, le siguió el de la Media y la Persia, el de Macedonia y Grecia, el Romano que parecía indestructible.
Pero faltaba la piedra demoledora. Dios iba a mandar el Cristo prometido, que daría al traste con todos los reinos, imperios y dominios de la tierra. Cristo instauraría el Reino de Dios, que no conocerá fronteras en su extensión, ni término de tiempo en sus días, porque será un Reino universal y eterno.
¿Qué le ocurre hoy al Reino de Jesucristo, aceptado en unas partes, rechazado en otras?
Esta página de la Biblia, mientras a nosotros nos infunde gran esperanza, a los enemigos de la Iglesia les hace cavilar y les llena de sorpresa y de inquietud.
¿Podrán los que niegan a Jesucristo y no lo aceptan, podrán convencerse de que todas sus maquinaciones contra la Iglesia están llamadas al fracaso?
La Iglesia encarna el Reino, y ni el Reino ni la Iglesia serán destruidos. La palabra de Jesús es terminante: “Yo estoy con vosotros hasta el final de los siglos”, y la experiencia de dos mil años nos dice que así es y que así será.
Nosotros, entre tanto, no nos dormimos sobre los laureles ya conquistados por Jesucristo. Al Reino le falta mucho camino por recorrer, y pide operarios generosos. Trabajar por el Reino, trabajar por la Iglesia, es trabajar por la salvación del mundo, pues la razón de ser del Reino y de la Iglesia es la salvación de todos, sin que nadie quede excluido.
Admiramos a Jesucristo. Nos enorgullece nuestro Jefe. Le tributamos el homenaje de nuestra adoración y alabanza. Pero, sobre todo, le ayudamos, ¡porque nos sigue necesitando!…