Ester

26. abril 2019 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

Ester es sin duda una de las mujeres más queridas de toda la Biblia. Su libro se lee de un tirón, y el mensaje que encierra es grandemente válido para nuestros días.

Asuero era un rey de Persia típicamente oriental, que vivía en medio de un fausto inconcebible. Organiza una fiesta de ciento ochenta días de duración para todos los grandes de su dilatado imperio, y después otra de siete días para todos los de su corte, con banquetes inacabables. Para lucir a Vasti su esposa, la hace llamar, y la reina, orgullosa, terca, se niega a presentarse ante el monarca, el cual, enojado, la repudia y la sustituye por una judía encantadora, bellísima, que pronto se apodera del corazón del rey.

Mardoqueo, tío y tutor de Ester, se entera del complot que han tramado contra el rey dos de sus servidores, lo comunica a Ester, Ester se lo dice al rey, y los dos servidores, convictos y confesos, terminan colgados en la horca. El hecho se pone por escrito en los anales del rey, y pronto se olvidan todos de lo ocurrido.
Pero el lugarteniente del rey, Amán —hipócrita, pues estaba a favor de la conspiración—, se enfurece contra Mardoqueo, y determina acabar con él y con todo el pueblo judío. Así que el astuto se presenta ante Asuero, y le propone: -Majestad, ese pueblo de los judíos, diseminado por todo tu imperio, ni adora a tus dioses ni cumple ninguna de tus leyes. Echando sus manos como un pulpo, se ha enriquecido sobre manera. Si te parece bien, decretas su exterminio, y yo calculo que meteré en el tesoro real trescientas cuarenta toneladas de plata, tomada de los bienes que les arrebatemos.
El rey da su visto bueno a tan halagadora propuesta. -¡Conforme con todo, Amán! Te daré el decreto escrito y sellado, y lo ejecutas como te parezca bien.

Publicado el fatal edicto, se levantó un enorme clamor de los judíos en todo el imperio. La oración subía incesante a Dios. Y Mardoqueo, causante involuntario de la tragedia, le amonesta a su ahijada Ester:
– ¡Hija mía, líbranos de la muerte, y líbrate tú también! Eras de condición humilde, pero Dios te escogió y te elevó al rango de reina para esta hora. Preséntate al rey, e intercede a favor nuestro.
Ester, que sabe las leyes que rigen los caprichos del rey respecto de sus mujeres y concubinas, observa:
– Sabes que cualquiera que se presente al rey sin haber sido llamado expresamente por él, tiene pena de muerte. Y yo hace más de un mes que no he sido llamada por él. ¿Qué voy a hacer?…
Pero, valiente y confiada en Dios, se da por tres días a la oración y al ayuno, acabados los cuales se pone sus vestidos de reina, se adorna con todas sus joyas, queda resplandeciente de hermosura, y se presenta ante el rey, el cual, sentado en su trono, se enfurece nada más la ve. -¿Por qué la reina se ha atrevido a entrar sin ningún permiso?… Ester palidece viéndose perdida, se desmaya, y el corazón de Asuero da de repente un vuelco: -¿Qué te pasa, Ester? Yo soy tu esposo, no temas, que no vas a morir… Repuesta de su desmayo, oye Ester palabras cada vez más cariñosas del rey: -Háblame, Ester, ¿qué quieres?… -Te vi, señor, y mi corazón tembló ante tu majestad. Eres maravilloso, y tu rostro deslumbra… Si quieres que te pida algo, quiero que vengas con tu favorito Amán al banquete que te he preparado. El rey se rinde, y de nuevo en el banquete: -¿Qué me pides, Ester, qué es lo que más quieres?… -Majestad, que mañana hagas lo mismo: ¿Por qué no vienes con Amán al banquete que te voy a ofrecer mañana? -¿Mañana también? ¡Pues, contigo nos vas a tener!…

Aquella noche, el rey la pasó mal. Ni fiestas, ni mujeres, ni nada le apetece. No hay manera de poder dormir. Se hace leer las crónicas pasadas, y aparece lo que Mardoqueo había hecho por salvarle la vida. Para recompensarle ahora, manda a Amán que, antes del banquete, pasee en triunfo a Mardoqueo por las calles de la ciudad, a ese Mardoqueo para el que tenía preparada la horca de veinticinco metros de altura.
Ya en el banquete, Amán, humillado por lo de Mardoqueo, se siente sin embargo orgulloso por la invitación de la reina Ester, la cual, sin embargo, exclama ahora llorando ante el rey:
-¡Majestad! ¿Quieres saber lo que te pido? Si me amas, sálvame a mí y a mi pueblo de la muerte. Ese perverso de Amán te arrancó el edicto contra todos nosotros, que ojalá hubiéramos sido vendidos como esclavos, pero ahora estamos todos condenados a morir…
Amán paró aquel día en la horca que tenía preparada para Mardoqueo, y los judíos se salvaron del exterminio gracias al coraje, a la piedad y a la súplica de una mujer que expuso la propia vida por su pueblo.

Hoy estamos empeñados en la promoción de la mujer, que debe dejar de ser un objeto en la sociedad, un simple bien que nos aprovecha, para ser lo que debe ser y a lo que tiene derecho pleno, total, recibido de Dios: es decir, una persona.
En nuestra civilización occidental y cristiana, esto lo vemos claro, pero no acabamos de aceptar las consecuencias que a todos nos impone, ya que creemos que eso de la esclavitud de la mujer parece que no es propio sino de los países africanos o de los servidores fundamentalistas del Islam.

¿Conoce la sociedad el tesoro que Dios le ha dado con la mujer? ¿Y hace la sociedad todo lo que debe hacer para acabar de una vez con el rango de inferioridad en que tiene a la mujer?…
Cuando la mujer se vea libre del todo, sea consciente de los valores que ella encarna, y los pueda poner con decisión, con iniciativa propia, con su generosidad incomparable, con su abnegación nunca desmentida, al servicio de los demás…, entonces nos daremos cuenta de las riquezas que nos habrán traído esos valores que únicamente la mujer posee de manera tan extraordinaria.
Ester —la querida y bella Ester, judía piadosa, inteligente, generosa— nos dice lo que puede una mujer con sus encantos, con sus sentimientos, con su decisión. ¡Por algo la ha hecho Dios así!…

 

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